“Jesús
cura a un sordomudo” (Mc 7, 31-37). Le
presentan un sordomudo a Jesús para que lo cure. Jesús toca las orejas del
sordo con sus dedos y con su saliva toca su lengua e inmediatamente el
sordomudo recupera la audición y el habla. Como todos los milagros de curación
física, este milagro este milagro es también un milagro que prefigura o
preanuncia otro milagro de orden espiritual y sobrenatural, mucho más grande, y
es el milagro obrado por la gracia, en el espíritu, al quitar el pecado. Así como
la enfermedad daña al cuerpo y lo incapacita de diversas maneras, según sea el
órgano afectado –en este caso, las lesiones afectan los órganos de la escucha y
el habla-, así también el pecado original afecta misteriosamente a cada alma de
modo distinto y así es como, teniendo todos el pecado original, hay algunos a
quienes sin embargo les afecta más la avaricia, a otros la gula, a otros la
pereza, a otros la ira, etc.
Ahora
bien, que la curación física de la sordomudez por parte de Jesús sea simbólica
y pre-figurativa de la acción de la gracia santificante en el alma -que va más
allá de la mera acción curativa, porque no se limita a simplemente a una acción
de sanación espiritual-, se ve en el hecho de que la Iglesia ha adoptado el
gesto y las palabras de Jesús –“Éfata”- para el Bautismo sacramental, en el que
por la acción del sacerdote ministerial el alma recibe la facultad
sobrenatural, superior a su naturaleza y superior incluso a la capacidad de los
ángeles mismos, de escuchar la Palabra de Dios y de proclamar esta Palabra,
facultad que es acorde a su condición de hijo adoptivo de Dios. Esto sucede
cuando el sacerdote traza la señal de la cruz en los oídos y los labios del
niño que acaba de ser bautizado, es decir, que acaba de ser adoptado como hijo
de Dios, pidiendo en la oración que pronuncia que “se abran los oídos al
Evangelio y los labios para proclamarlo”[1].
“Jesús
cura a un sordomudo”. Todos nosotros, en el bautismo sacramental, hemos nacido
como sordos y mudos para escuchar la voz de Dios Uno y Trino y para proclamar
el Evangelio del Cordero de Dios degollado en el Altar de la Cruz, pero a todos
nosotros nos han trazado la Sacrosanta señal de la Cruz en los oídos y en los
labios, de modo que no podemos hacernos los sordos a la Voz de Cristo que nos
habla desde la Eucaristía y no podemos callar nuestra voz a la proclamación del
Evangelio, que cuya Verdad exige ser proclamada desde las terrazas de los
edificios. Si nos hacemos los sordos y si actuamos como perros mudos, durísimo
será nuestro juicio particular.
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