jueves, 13 de febrero de 2014

“Jesús cura a un sordomudo”


“Jesús cura a un sordomudo” (Mc 7, 31-37). Le presentan un sordomudo a Jesús para que lo cure. Jesús toca las orejas del sordo con sus dedos y con su saliva toca su lengua e inmediatamente el sordomudo recupera la audición y el habla. Como todos los milagros de curación física, este milagro este milagro es también un milagro que prefigura o preanuncia otro milagro de orden espiritual y sobrenatural, mucho más grande, y es el milagro obrado por la gracia, en el espíritu, al quitar el pecado. Así como la enfermedad daña al cuerpo y lo incapacita de diversas maneras, según sea el órgano afectado –en este caso, las lesiones afectan los órganos de la escucha y el habla-, así también el pecado original afecta misteriosamente a cada alma de modo distinto y así es como, teniendo todos el pecado original, hay algunos a quienes sin embargo les afecta más la avaricia, a otros la gula, a otros la pereza, a otros la ira, etc.
Ahora bien, que la curación física de la sordomudez por parte de Jesús sea simbólica y pre-figurativa de la acción de la gracia santificante en el alma -que va más allá de la mera acción curativa, porque no se limita a simplemente a una acción de sanación espiritual-, se ve en el hecho de que la Iglesia ha adoptado el gesto y las palabras de Jesús –“Éfata”- para el Bautismo sacramental, en el que por la acción del sacerdote ministerial el alma recibe la facultad sobrenatural, superior a su naturaleza y superior incluso a la capacidad de los ángeles mismos, de escuchar la Palabra de Dios y de proclamar esta Palabra, facultad que es acorde a su condición de hijo adoptivo de Dios. Esto sucede cuando el sacerdote traza la señal de la cruz en los oídos y los labios del niño que acaba de ser bautizado, es decir, que acaba de ser adoptado como hijo de Dios, pidiendo en la oración que pronuncia que “se abran los oídos al Evangelio y los labios para proclamarlo”[1].
“Jesús cura a un sordomudo”. Todos nosotros, en el bautismo sacramental, hemos nacido como sordos y mudos para escuchar la voz de Dios Uno y Trino y para proclamar el Evangelio del Cordero de Dios degollado en el Altar de la Cruz, pero a todos nosotros nos han trazado la Sacrosanta señal de la Cruz en los oídos y en los labios, de modo que no podemos hacernos los sordos a la Voz de Cristo que nos habla desde la Eucaristía y no podemos callar nuestra voz a la proclamación del Evangelio, que cuya Verdad exige ser proclamada desde las terrazas de los edificios. Si nos hacemos los sordos y si actuamos como perros mudos, durísimo será nuestro juicio particular.




[1] Cfr. Ritual de los Sacramentos.

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