(Ciclo
A – 2014)
“Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del
mundo”. Jesús asciende a los cielos con su Cuerpo glorioso y resucitado. De esta
manera, cumple gran parte de su misterio pascual de muerte y resurrección. Al ascender,
lleva su humanidad resucitada, que ha pasado ya por la amargura y la
tribulación de la muerte de la Pasión y de la muerte de cruz, al cielo, al seno
del Padre eterno, y la lleva glorificada, como primicia de todos aquellos que
morirán en gracia, que se harán acreedores de los méritos que Él consiguió con
su sacrificio en cruz. Jesús Resucitado, Glorioso, que Asciende entre
aclamaciones, hosannas y aleluyas de los ángeles del cielo, es la Cabeza de la
Nueva Humanidad, la humanidad regenerada por la gracia, la humanidad que ha
sido adoptada por Dios, la que sido bañada y regenerada en la Sangre del
Cordero, la que ha sido lavada en las aguas purísimas de la gracia
santificante, las aguas que brotan de las entrañas del Sagrado Corazón
traspasado por la lanza en la cruz. Jesús es la Cabeza de la Nueva Humanidad,
gloriosa y resucitada, que asciende entre aclamaciones de triunfo, porque ha
vencido para siempre en la cruz a los crueles enemigos de la humanidad, el
demonio, la muerte y el pecado, y ahora ingresa en el santuario del cielo, con
la Humanidad regenerada por la gracia, glorificada, luminosa, refulgente, llena
de la Vida, del Amor y de la Luz de Dios Uno y Trino, y lo hace como anticipo
del ingreso del Cuerpo Místico de la Iglesia, los bautizados que morirán en
gracia, los fieles que en el momento de la muerte estarán configurados con
Cristo porque lo habrán aceptado como a su Dios y Señor, como a su Salvador y Redentor
y habrán pedido perdón de sus pecados, habrán dejado que su Sangre les lave sus
heridas y les purifique las pústulas y las lesiones del pecado, quedando sus
almas purificadas y regeneradas por la gracia santificante y también sus
cuerpos, que al pasar a la otra vida, serán glorificados y así, sus almas y
cuerpos, es decir, toda su humanidad, glorificada, entrará al cielo, como parte
del Cuerpo Místico de Jesús, Cabeza de la Humanidad regenerada por la gracia,
que ha entrado primero, como primicia, en el santuario del cielo.
“Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del
mundo”. Parece una paradoja, o un contrasentido, la promesa de Jesús, de
permanecer en su Iglesia, con sus discípulos, todos los días, hasta el fin de
los tiempos, en el mismo momento en el que justamente, desaparece de la vista
de ellos, para ascender al cielo, es decir, para no ser visto ya más. Pero Jesús
no hace promesas en vano, ni promete cosas que no va a cumplir. Cuando Jesús
promete algo, es porque lo que promete, lo cumple y en este caso, la promesa
está ya cumplida antes de ser formulada, desde la Última Cena, porque antes de
ascender a los cielos, Jesús ha obrado el milagro de la transubstanciación del pan
y del vino en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en el Cenáculo, obrando el
milagro eucarístico, y esa es su forma, admirable y milagrosa, de cumplir su
promesa de “permanecer con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo”: en
la Eucaristía, en el sagrario, escondido en las especies sacramentales, en algo
que parece pan pero que no es más pan, porque es Él en Persona, es la
substancia de su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, porque ya no es más la
substancia del pan y del vino.
Entonces, a partir de la Santa Misa, la Iglesia puede
contemplar a su Señor que asciende glorioso y resucitado a los cielos, y puede
verlo desaparecer, pero no lo extraña, porque si bien no lo ve ya más visible y
sensiblemente, sí lo contempla, con los ojos de la fe, invisible, pero real y
verdaderamente Presente, en el sacramento de la Eucaristía. Así la Iglesia
puede cumplir el mandato misionero del Señor: “Vayan y hagan que todos sean mis
discípulos, bautizándolos en el Nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu
Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que Yo les he mandado”, porque cuenta
con la Presencia real y substancial de su Señor en la Eucaristía, porque Él en
la Eucaristía es el Motor de Amor y de Vida divina que alimenta a su Iglesia
con su Presencia Eucarística.
“Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del
mundo”. Jesús Asciende a los cielos con su Cuerpo glorificado y por eso ya no
lo vemos más sensiblemente, con los ojos del cuerpo, pero al mismo tiempo,
permanece con su Cuerpo, glorioso y resucitado, con su Sangre, su Alma y su
Divinidad, en la Eucaristía, en donde lo podemos contemplar con los ojos de la
fe y alimentarnos de su Vida, de su Luz y de su Amor, para difundir su
Evangelio, en el cumplimiento de su mandato misionero, de hacer discípulos suyos
a todos los hombres de la tierra, hasta el fin de los tiempos, cuando Él vuelva
en el esplendor de su gloria.
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