“Invita a los pobres y tendrás
tu recompensa en la resurrección de los justos” (Lc 14, 12-14). Jesús nos enseña a ser generosos con aquellos que,
humanamente, no pueden recompensarnos para que, de esa manera, seamos
recompensados en la otra vida: “Tendrás tu recompensa en la resurrección de los
justos”. Si obramos de modo contrario, es decir, buscando ser recompensados en
esta vida, recibiremos sí lo que buscamos, el ser recompensados aquí, pero no
en la vida eterna. En otras palabras, si solo invitamos a quienes pueden
retribuirnos y dejamos de lado a quienes no pueden hacerlo, entonces Dios no
nos deberá nada en la otra vida. Cuando des un almuerzo o una cena (…) invita a
los pobres, a los lisiados, a los paralíticos, a los ciegos (...) así tendrás
tu recompensa en la resurrección de los justos!”. No se trata de reglas de
cortesía ni de humanismo, y mucho menos de dialéctica socialista y marxista entre ricos y pobres: se trata de imitarlo a Él, que fue Quien nos invitó primero
a nosotros, que somos los pobres, lisiados, paralíticos, ciegos, a su Banquete
celestial, la Santa Misa -en donde nos convida con un manjar exquisito, que
deleita a los ángeles, la Carne del Cordero de Dios, asada en el fuego del
Espíritu Santo, el Pan de Vida eterna y el Vino de la Alianza Nueva y Eterna- y
no teníamos manera de cómo retribuirle, siquiera mínimamente.
Adorado seas, Jesús, Cordero de Dios, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios oculto en el Santísimo Sacramento del altar. Adorado seas en la eternidad, en el seno de Dios Padre; adorado seas en el tiempo, en el seno de la Virgen Madre; adorado seas, en el tiempo de la Iglesia, en su seno, el altar Eucarístico. Adorado seas, Jesús, en el tiempo y en la eternidad.
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