martes, 11 de octubre de 2016

“Ustedes fariseos, purifican por fuera la copa y el plato, y por dentro están llenos de voracidad y perfidia”


Ustedes fariseos, purifican por fuera la copa y el plato, y por dentro están llenos de voracidad y perfidia” (Lc 11, 37-41). Jesús reprocha a los fariseos, no el hecho de purificar la copa y el plato, sino el hecho de que no acompañan esta purificación exterior con la pureza interior del corazón y de la mente. Es decir, mientras aparentan exteriormente limpieza y pulcritud, que es lo que los hombres ven, sin embargo, en aquello que solo Dios ve, la mente y el corazón, son impuros. Los fariseos piensan que, como los hombres no leen ni los pensamientos ni el corazón, no tiene importancia guardar su pureza, sin tener en cuenta que están a la vista de Dios aún antes de ser formulados. Jesús, como Hombre-Dios, conoce lo que sucede en el interior de sus corazones y mentes y de ahí el reproche.
En cuanto al conocimiento que Dios tiene de nuestros pensamientos y de los sentimientos y afectos que hay en el corazón del hombre, dice así un autor, Balduino de Ford: “(Dios) conoce los pensamientos y sentimientos de nuestro corazón”; y con respecto a nuestro conocimiento de ellos, dice así: “mientras que nosotros, sólo podemos discernirlos en la medida en que el Señor nos lo concede”. Luego afirma que “el espíritu que está dentro del hombre no conoce todo lo que hay en el hombre, y en cuanto a sus pensamientos, voluntarios o no, no siempre juzga rectamente. Y, aunque los tiene ante los ojos de su mente, tiene la vista interior demasiado nublada para poder discernirlos con precisión. Sucede, en efecto, muchas veces, que nuestro propio criterio u otra persona o el tentador nos hacen ver como bueno lo que Dios no juzga como tal. Hay algunas cosas que tienen una falsa apariencia de virtud, o también de vicio, que engañan a los ojos del corazón y vienen a ser como una impostura que embota la agudeza de la mente, hasta hacerle ver lo malo como bueno y viceversa; ello forma parte de nuestra miseria e ignorancia, muy lamentable y muy temible”. Esto podría explicar el caso de los fariseos, que toman  “como bueno –es decir, la apariencia de virtud- lo que Dios juzga como malo” –aparentar buenos y virtuosos exteriormente, descuidando la virtud interior-; sin embargo, a los fariseos se les aplica algo más que una mera ignorancia o error acerca de lo que está bien o está mal, porque en ellos se suma la perversión voluntaria, que consiste en llamar, voluntariamente, “bueno” a lo malo y “malo” a lo bueno, y esto se ve cuando acusan a Jesús, que es Dios Hijo y por lo tanto emisor del Espíritu Paráclito junto al Padre. En esta perversión voluntaria vemos la razón de porqué Jesús les dice que el Demonio es “su padre” (de ellos): porque participan del pecado propio del Demonio, que es la perversión y obstinación voluntaria en el mal. Ahora bien, para que el cristiano no caiga en este error, es necesaria la luz del Espíritu Santo: “¿Quién será capaz de examinar si los espíritus vienen de Dios, si Dios no le da el discernimiento de espíritus (…)? Este discernimiento es la madre de todas las virtudes”[1], dice este autor medieval.
Ustedes fariseos, purifican por fuera la copa y el plato, y por dentro están llenos de voracidad y perfidia”. La razón del reproche de Jesús es que los fariseos, a pesar de ser hombres religiosos, lo son en apariencia, solo por fuera, porque por dentro, no tienen al Espíritu Santo, el Amor Santo de Dios, que es lo que hace santo al corazón del hombre, purificándolo de todo pecado, de todo error, de toda iniquidad y de toda injusticia, llenándolo a su vez de toda gracia, de toda verdad, de todo esplendor y del Amor de Dios. Puesto que no estamos exentos de ser los destinatarios del reproche de Jesús a los fariseos, y para que seamos purificados desde lo más profundo del ser, pedimos que la Sangre del Cordero “como degollado”, traspasado en la cruz, caiga sobre nuestros corazones y, quitándoles todo pecado y toda impureza, los llene del Espíritu Santo.



[1] Balduino de Ford (¿-c. 1190), abad cisterciense, Tratado 6 sobre Hebreos 4,12; PL 204, 466-467 (trad. breviario, viernes IX semana).

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