“El
que reciba al que yo envíe, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que
me envió” (Jn 13, 16-20). Jesús es
Dios Hijo encarnado, enviado por el Padre, en el Espíritu Santo, para rescatar
a los hombres que vivían bajo el yugo del pecado, por medio de su sacrificio en
cruz. Al ser enviado del Padre, quien recibe a los discípulos de Cristo lo
recibe a Él y, en Él, lo recibe al Padre y también al Amor con el que el Padre
lo envía, el Espíritu Santo. Ése es el sentido de las palabras de Jesús: “El
que reciba al que yo envíe, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que
me envió”. El enviado por Jesús puede ser cualquier prójimo con el cual nos
cruzamos, día a día, en nuestras vidas, por lo cual debemos estar siempre
atentos al trato que damos a ese prójimo pues, en el fondo, es el trato que
estamos dando al mismo Dios.
Ahora
bien, si recibir a un prójimo –un discípulo de Cristo- es recibir a Cristo y
con Él al Padre y al Espíritu Santo, también sucede al revés: el que rechaza al
que Él envía, rechaza al que lo envió, es decir, al Padre, y también al Amor del
Padre, el Espíritu Santo. Y para estos, caben las siguientes palabras de Jesús:
“En donde os rechacen, sacudid hasta el polvo de vuestros pies” (cfr. Mt 10, 14).
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