jueves, 11 de mayo de 2017

“El que reciba al que yo envíe, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me envió”


“El que reciba al que yo envíe, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me envió” (Jn 13, 16-20). Jesús es Dios Hijo encarnado, enviado por el Padre, en el Espíritu Santo, para rescatar a los hombres que vivían bajo el yugo del pecado, por medio de su sacrificio en cruz. Al ser enviado del Padre, quien recibe a los discípulos de Cristo lo recibe a Él y, en Él, lo recibe al Padre y también al Amor con el que el Padre lo envía, el Espíritu Santo. Ése es el sentido de las palabras de Jesús: “El que reciba al que yo envíe, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me envió”. El enviado por Jesús puede ser cualquier prójimo con el cual nos cruzamos, día a día, en nuestras vidas, por lo cual debemos estar siempre atentos al trato que damos a ese prójimo pues, en el fondo, es el trato que estamos dando al mismo Dios.

Ahora bien, si recibir a un prójimo –un discípulo de Cristo- es recibir a Cristo y con Él al Padre y al Espíritu Santo, también sucede al revés: el que rechaza al que Él envía, rechaza al que lo envió, es decir, al Padre, y también al Amor del Padre, el Espíritu Santo. Y para estos, caben las siguientes palabras de Jesús: “En donde os rechacen, sacudid hasta el polvo de vuestros pies” (cfr. Mt 10, 14).

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