“Las
obras que hago en nombre de mi Padre dan testimonio de mí (…) El Padre y yo
somos una sola cosa” (Jn 10, 22-30). En
su enfrentamiento con Jesús, los judíos pecan de incredulidad: le exigen a
Jesús que “les diga si es el Mesías”, aun después de que Jesús haya dado
testimonio de su divinidad –de su consubstancialidad con el Padre- por medio de
sus milagros: “Las obras que hago en nombre de mi Padre dan testimonio de mí (…)
El Padre y yo somos una sola cosa”. Las “obras” que hace Jesús, que dan
testimonio de que Él es Dios como el Padre, igual en naturaleza, poder y
majestad, son los milagros de todo tipo que Él realiza: resucitar muertos,
curaciones de todo tipo, expulsión de demonios con el solo poder de su voz,
multiplicación de panes y peces, y muchos otros prodigios más, que sólo pueden
ser realizados con el divino poder, y al ser realizados por Jesús, demuestran
que Él es el Mesías y es Dios Hijo, igual al Padre. Los judíos, a pesar de
estos prodigios, siguen mostrándose incrédulos, y es por eso que le piden a Jesús
que les diga si es el Mesías o no. Con su respuesta, en donde tácitamente les
reprocha su incredulidad voluntaria, les advierte que no es indistinto creer o
no creer –o más bien, en este caso, no querer creer- en sus obras, en sus
milagros: quien no quiere creer, como ellos, demuestra que no es de Dios y que
no pertenece al redil de Cristo: “Ustedes no creen, porque no son de mis ovejas”.
La
misma incredulidad de los judíos respecto a Cristo y su divinidad, la
manifiesta el mundo con respecto a la Iglesia, aun después de que la Iglesia da
testimonio de ser la Esposa del Cordero, al realizar la obra más grande que
sólo Dios puede hacer, y es la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la
Sangre de Jesús, la Eucaristía. Pero el reproche y la advertencia que Jesús
dirige a los judíos, no va dirigido al mundo, sino a quienes, dentro de la
Iglesia, habiendo recibido el Bautismo, la Comunión y la Confirmación, deciden
libremente elegir la incredulidad.
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