(Ciclo
A – 2017)
“Yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo” (Mt 28,16-20). ¿Qué celebramos en la
Solemnidad de la Ascensión del Señor? Nos lo explica San León Magno en pocas
palabras: “Así como en la solemnidad de Pascua la Resurrección del Señor fue
para nosotros causa de alegría, así también ahora su Ascensión al cielo nos es
un nuevo motivo de gozo, al recordar y celebrar litúrgicamente el día en que la
pequeñez de nuestra naturaleza fue elevada, en Cristo, por encima de todos los
ejércitos celestiales, de todas las categorías de ángeles, de toda la
sublimidad de las potestades, hasta compartir el trono de Dios Padre”[1]. Es
decir, celebramos el hecho de que, en Cristo, nuestra naturaleza humana,
infinitamente inferior a la divina y muy inferior a la angélica, ha alcanzado
una dignidad incomparablemente mayor a la de los ángeles porque Jesús, Dios
Hijo, ha ascendido con su Cuerpo humano glorificado para sentarse a la diestra
del trono de Dios. Y Jesús sube para “prepararnos una morada en la Casa del
Padre” (cfr. Jn 14, 2), para que “donde
Él esté, también estemos nosotros” (cfr. Jn
14, 3). La celebración de la Ascensión gloriosa de Jesús es por lo tanto, no
solo el recuerdo litúrgico y la actualización, por el misterio de la liturgia,
del último tramo del misterio pascual de Jesús, sino que es también un
recordatorio permanente de cuál es nuestro destino final, ya que al haber
recibido la adopción filial por el bautismo sacramental, nuestro destino eterno
no es ya la muerte eterna, sino la ascensión gloriosa a los cielos.
Ahora
bien, esa ascensión gloriosa a la que, por el bautismo, estamos destinados, no
la hemos de conseguir de modo automático, sino que debemos esforzarnos por
cumplirla, ya que esa es la voluntad de Dios Padre. ¿De qué manera podemos
cumplir con esta misión, encomendada por el Padre al bautizarnos? La respuesta
es: uniéndonos ya, desde esta vida terrena, por la fe, la gracia y el amor, al
Cuerpo de Jesús, para que unidos a su Cuerpo por el Espíritu Santo, lleguemos
al seno del eterno Padre. ¿De qué manera conseguimos esta unión con el Cuerpo
de Jesús, si el Cuerpo de Jesús está resucitado y glorioso en los cielos? La respuesta
se encuentra en la promesa que hace Jesús antes de ascender a los cielos: “Yo
estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo”. En esta afirmación está la
clave para nuestra propia ascensión gloriosa a los cielos. En efecto, aunque
parece una contradicción, porque en el mismo momento en que asciende con su
Cuerpo al cielo y desaparece de la vista de sus discípulos, en ese mismo
momento, promete que, sin embargo, estará “con nosotros hasta el fin del mundo”.
Parece una contradicción, pero solamente lo aparenta, porque no es ninguna contradicción,
porque en realidad a su promesa de quedarse con nosotros “todos los días, hasta
el fin del mundo”, ya la había empezado a cumplir el Jueves Santo, en la Última
Cena, cuando instituyó la Eucaristía, porque en la Eucaristía es en donde Jesús
está Presente, real, verdadera y substancialmente, con su Cuerpo glorioso y
resucitado, tal como está en el cielo. Entonces, la promesa de “quedarse con
nosotros hasta el fin del mundo” no se contradice con el hecho de que Él
asciende al cielo, porque el mismo Jesús resucitado y glorioso que asciende a los
cielos, es el mismo Jesús resucitado y glorioso que está en la Eucaristía. La Eucaristía
es el cumplimiento cabal y perfectísimo de su promesa de quedarse en medio de
nosotros hasta el último día y es por lo tanto el consuelo más grande que los
católicos podemos tener en esta vida llena de tribulaciones, angustias y
dificultades, porque nuestro Dios, el mismo Dios que ascendió glorioso al
cielo, es el mismo Dios que está oculto, bajo apariencia de pan, en la Eucaristía.
Cuando nos unimos por la comunión eucarística al Cuerpo sacramentado de Jesús,
Él nos une a su Cuerpo con su Espíritu, nos hace un solo cuerpo y un solo
espíritu con Él y nos conduce al seno del Padre, haciéndonos participar de un
modo misterioso de su propia Ascensión y anticipando, ya desde esta vida, la
ascensión gloriosa a la que estamos destinados por el bautismo sacramental.
“Yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo”. La condición
necesaria para su permanencia entre nosotros hasta el último día es que la
Iglesia celebre la Santa Misa, cumpliendo el mandato de Jesús en la Última Cena:
“Haced esto en memoria mía” (Lc 22,
19). Mientras la Iglesia celebre el Santo Sacrificio del Altar, Jesús seguirá
en medio de los hombres, en la Eucaristía, en el sagrario, dándonos la
oportunidad de unirnos a su Cuerpo sacramentado, participando de su Ascensión y
anticipando la nuestra propia. Sólo si la Iglesia, sea por la obra de enemigos
externos o internos, se viera imposibilitada de celebrar la Misa, entonces esta
promesa de Jesús no se podría cumplir. Mientras tanto, la promesa de Jesús
realizada antes de su Ascensión gloriosa a los cielos, se cumple, porque Él
está en medio de nosotros, y lo estará hasta el fin del mundo, mientras haya un
sacerdote que celebre la Misa, por la Eucaristía.
Con su Ascensión, pero al mismo tiempo, con su permanencia
entre nosotros en la Eucaristía, nos sucede lo que a los Apóstoles, como dice
San León Magno: “Los apóstoles (...) al no ver el cuerpo del Señor podían comprender con mayor claridad que aquél no
había dejado al Padre, al bajar a la tierra, ni había abandonado a sus
discípulos, al subir al cielo”[2]. Nosotros tampoco vemos el Cuerpo glorioso del Señor, resucitado y ascendido a los cielos,
pero sabemos, por la luz de la fe y del Espíritu Santo, que el mismo Cristo que
ascendió a los cielos, no nos abandonó al subir al Padre, sino que se quedó con
nosotros en la Eucaristía, no solo para acompañarnos en las tribulaciones, sino
para conducirnos, al final de la vida terrena, en su Cuerpo glorioso, por el
Espíritu Santo, al seno eterno de Dios Padre.
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