viernes, 26 de mayo de 2017

Solemnidad de la Ascensión del Señor


(Ciclo A – 2017)

         “Yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo” (Mt 28,16-20). ¿Qué celebramos en la Solemnidad de la Ascensión del Señor? Nos lo explica San León Magno en pocas palabras: “Así como en la solemnidad de Pascua la Resurrección del Señor fue para nosotros causa de alegría, así también ahora su Ascensión al cielo nos es un nuevo motivo de gozo, al recordar y celebrar litúrgicamente el día en que la pequeñez de nuestra naturaleza fue elevada, en Cristo, por encima de todos los ejércitos celestiales, de todas las categorías de ángeles, de toda la sublimidad de las potestades, hasta compartir el trono de Dios Padre”[1]. Es decir, celebramos el hecho de que, en Cristo, nuestra naturaleza humana, infinitamente inferior a la divina y muy inferior a la angélica, ha alcanzado una dignidad incomparablemente mayor a la de los ángeles porque Jesús, Dios Hijo, ha ascendido con su Cuerpo humano glorificado para sentarse a la diestra del trono de Dios. Y Jesús sube para “prepararnos una morada en la Casa del Padre” (cfr. Jn 14, 2), para que “donde Él esté, también estemos nosotros” (cfr. Jn 14, 3). La celebración de la Ascensión gloriosa de Jesús es por lo tanto, no solo el recuerdo litúrgico y la actualización, por el misterio de la liturgia, del último tramo del misterio pascual de Jesús, sino que es también un recordatorio permanente de cuál es nuestro destino final, ya que al haber recibido la adopción filial por el bautismo sacramental, nuestro destino eterno no es ya la muerte eterna, sino la ascensión gloriosa a los cielos.
Ahora bien, esa ascensión gloriosa a la que, por el bautismo, estamos destinados, no la hemos de conseguir de modo automático, sino que debemos esforzarnos por cumplirla, ya que esa es la voluntad de Dios Padre. ¿De qué manera podemos cumplir con esta misión, encomendada por el Padre al bautizarnos? La respuesta es: uniéndonos ya, desde esta vida terrena, por la fe, la gracia y el amor, al Cuerpo de Jesús, para que unidos a su Cuerpo por el Espíritu Santo, lleguemos al seno del eterno Padre. ¿De qué manera conseguimos esta unión con el Cuerpo de Jesús, si el Cuerpo de Jesús está resucitado y glorioso en los cielos? La respuesta se encuentra en la promesa que hace Jesús antes de ascender a los cielos: “Yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo”. En esta afirmación está la clave para nuestra propia ascensión gloriosa a los cielos. En efecto, aunque parece una contradicción, porque en el mismo momento en que asciende con su Cuerpo al cielo y desaparece de la vista de sus discípulos, en ese mismo momento, promete que, sin embargo, estará “con nosotros hasta el fin del mundo”. Parece una contradicción, pero solamente lo aparenta, porque no es ninguna contradicción, porque en realidad a su promesa de quedarse con nosotros “todos los días, hasta el fin del mundo”, ya la había empezado a cumplir el Jueves Santo, en la Última Cena, cuando instituyó la Eucaristía, porque en la Eucaristía es en donde Jesús está Presente, real, verdadera y substancialmente, con su Cuerpo glorioso y resucitado, tal como está en el cielo. Entonces, la promesa de “quedarse con nosotros hasta el fin del mundo” no se contradice con el hecho de que Él asciende al cielo, porque el mismo Jesús resucitado y glorioso que asciende a los cielos, es el mismo Jesús resucitado y glorioso que está en la Eucaristía. La Eucaristía es el cumplimiento cabal y perfectísimo de su promesa de quedarse en medio de nosotros hasta el último día y es por lo tanto el consuelo más grande que los católicos podemos tener en esta vida llena de tribulaciones, angustias y dificultades, porque nuestro Dios, el mismo Dios que ascendió glorioso al cielo, es el mismo Dios que está oculto, bajo apariencia de pan, en la Eucaristía. Cuando nos unimos por la comunión eucarística al Cuerpo sacramentado de Jesús, Él nos une a su Cuerpo con su Espíritu, nos hace un solo cuerpo y un solo espíritu con Él y nos conduce al seno del Padre, haciéndonos participar de un modo misterioso de su propia Ascensión y anticipando, ya desde esta vida, la ascensión gloriosa a la que estamos destinados por el bautismo sacramental.
         “Yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo”. La condición necesaria para su permanencia entre nosotros hasta el último día es que la Iglesia celebre la Santa Misa, cumpliendo el mandato de Jesús en la Última Cena: “Haced esto en memoria mía” (Lc 22, 19). Mientras la Iglesia celebre el Santo Sacrificio del Altar, Jesús seguirá en medio de los hombres, en la Eucaristía, en el sagrario, dándonos la oportunidad de unirnos a su Cuerpo sacramentado, participando de su Ascensión y anticipando la nuestra propia. Sólo si la Iglesia, sea por la obra de enemigos externos o internos, se viera imposibilitada de celebrar la Misa, entonces esta promesa de Jesús no se podría cumplir. Mientras tanto, la promesa de Jesús realizada antes de su Ascensión gloriosa a los cielos, se cumple, porque Él está en medio de nosotros, y lo estará hasta el fin del mundo, mientras haya un sacerdote que celebre la Misa, por la Eucaristía.
         Con su Ascensión, pero al mismo tiempo, con su permanencia entre nosotros en la Eucaristía, nos sucede lo que a los Apóstoles, como dice San León Magno: “Los apóstoles (...) al no ver el cuerpo del Señor podían comprender con mayor claridad que aquél no había dejado al Padre, al bajar a la tierra, ni había abandonado a sus discípulos, al subir al cielo”[2]. Nosotros tampoco vemos el Cuerpo glorioso del Señor, resucitado y ascendido a los cielos, pero sabemos, por la luz de la fe y del Espíritu Santo, que el mismo Cristo que ascendió a los cielos, no nos abandonó al subir al Padre, sino que se quedó con nosotros en la Eucaristía, no solo para acompañarnos en las tribulaciones, sino para conducirnos, al final de la vida terrena, en su Cuerpo glorioso, por el Espíritu Santo, al seno eterno de Dios Padre.
        




[1] San León Magno, Sermón 2 Sobre la ascensión, 1-4: PL 54, 397-399.
[2] Cfr. ibidem.

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