(Domingo
V - TP - Ciclo A – 2017)
“Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre,
sino por mí” (Jn 14, 1-12). Jesucristo
es el Camino que conduce al cielo; es la Verdad que revela la naturaleza íntima
de Dios como Uno en naturaleza y Trino en Personas; es la Vida Increada y
Creador de toda vida participada y creatural, de cuyo sostén en el ser a cada
segundo necesitan los seres creados para vivir. En esta frase de Jesucristo se
revela no solo la Trinidad –Él es Dios Hijo, que conduce al Padre, en el Amor
de Dios, el Espíritu Santo-, sino que también se revela el sentido primero,
último y único de nuestra existencia en esta vida terrena, esto es, el ser
conducidos a su Reino celestial, luego de terminar los días de nuestra
existencia en la tierra, ya que eso es lo que significa: “ir al Padre”.
Esto
es lo que nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica[1]: “¡Oh
Trinidad, luz bienaventurada y unidad esencia!”. Dios es eterna beatitud, vida
inmortal, luz sin ocaso. Dios es amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Dios
quiere comunicar libremente la gloria de su vida bienaventurada” –y la quiere
comunicar a nosotros, sus creaturas, luego de concedernos la gracia de la
filiación-. Continúa el Catecismo: “Tal es el “designio benevolente” (Ef 1, 9) que concibió antes de la
creación del mundo en su Hijo amado, “predestinándonos a la adopción filial en
él” (Ef 1, 4-5), es decir, “a
reproducir la imagen de su Hijo” (Rm
8, 29) gracias al “Espíritu de adopción filial” (Rm 8,15). El Catecismo nos dice que el “designio de Dios” para
todos y cada uno de nosotros, y que determina el sentido de nuestra existencia
terrena y la creación de nuestro ser, es el “predestinarnos a ser hijos suyos,
recibiendo el Espíritu Santo para así reproducir la imagen de su Hijo”. En otras
palabras, el Catecismo nos dice que Dios nos ha creado para donarnos el
Espíritu Santo, que nos convierte en hijos adoptivos suyos y en imágenes
vivientes de Dios Hijo, con lo cual, el sentido de haber sido creados no es
otro que el alcanzar la vida eterna -esto es, “ir al Padre”-, en Cristo Jesús. Y
que el sentido y fin último de nuestra vida en la tierra sea “ir al Padre” por
Jesucristo, en el Espíritu Santo, es algo que también nos lo enseña explícitamente
el Catecismo: “El fin último de toda la economía divina es la entrada de las
criaturas divinas en la unidad perfecta de la Bienaventurada Trinidad (Jn 17, 21-23)”[2]. Nuestro
fin último es la “unidad perfecta” con la Trinidad de Personas en Dios, lo cual
sólo lo conseguimos si, recibiendo el Espíritu Santo y siendo adoptados como
hijos de Dios, somos conducidos al Padre por Cristo, Camino, Verdad y Vida.
Ahora
bien, nos enseña también el Catecismo que, si bien nuestro destino es unirnos a
la Trinidad en el Reino de los cielos, ya desde esta vida podemos, en cierta
medida y por la gracia santificante, gozar de modo de anticipado de la
Trinidad, por la inhabitación trinitaria en el alma que está en gracia: “Pero
desde ahora somos llamados a ser habitados por la Santísima Trinidad: “Si
alguno me ama -dice el Señor- guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y
vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn
14,23)”[3]. Estamos
destinados a la unidad con la Trinidad en el Reino de los cielos, pero esa
unidad se consigue por la doctrina de la inhabitación trinitaria en el alma del
justo, del que vive en gracia, como anticipo, esta Presencia de las Tres
Divinas Personas en el alma en gracia, de la contemplación beatífica en el
Reino de los cielos. Reflejando esta inhabitación trinitaria en el alma en esta
vida, como anticipo de la contemplación en la bienaventuranza de Dios Uno y
Trino, dice así la Beata Isabel de la Trinidad: “¡Oh Dios mío, Trinidad a quien
adoro, ayúdame a olvidarme enteramente de mi misma para establecerme en ti,
inmóvil y apacible como si mi alma estuviera ya en la eternidad; que nada pueda
turbar mi paz , ni hacerme salir de ti, mi Inmutable, sino que cada minuto me
lleve más lejos en la profundidad de tu misterio! Pacifica mi alma. Haz de ella
tu cielo, tu morada amada y el lugar de tu reposo. Que yo no te deje jamás solo
en ella, sino que yo esté allí enteramente, totalmente despierta en mi fe, en
adoración, entregada sin reservas a tu acción creadora”. El alma, ya desde esta
vida, está destinada a ser “morada amada” y “lugar de reposo” de las Tres
Divinas Personas, lo cual logra el alma sólo por Jesucristo, ya que esto es lo
que Él quiere significar cuando dice: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida.
Nadie va al Padre, sino por mí”.
Ahora
bien, Jesucristo es el Camino que nos conduce al Padre, en el Amor del Espíritu
Santo, como nos enseña el Catecismo, en esta vida y en la otra, pero, ¿de cuál
Jesucristo se trata? Porque a lo largo de la historia, han surgido miles de
cristos, que han fundado iglesias y sectas y, valiéndose del Evangelio, han
dicho lo mismo que Jesucristo, aplicándose a sí mismos sus palabras, de manera
directa o indirecta. Incluso algunos, como recientemente una secta
centroamericana llamada “Creciendo en gracia”, que afirmaba ser “el cristo”, y
como este, cientos y miles de igual modo. Entonces, ¿cuál de todos estos
cristos es el verdadero? La respuesta es que el Único Cristo verdadero es el de
la Iglesia Católica, Aquel que está Presente con su Cuerpo, Sangre, Alma y
Divinidad, en la Eucaristía. El Único y Verdadero Cristo es el que sufrió la
Pasión, Murió en la Cruz, Resucitó y subió a los cielos, y además de estar
sentado a la diestra del Padre, está también, con su mismo Cuerpo glorioso y
resucitado, lleno de la vida y de la luz divina, en el sagrario, en la
Eucaristía. El Único Cristo verdadero es el que alimenta nuestras almas con la
substancia de su divinidad, al donarse a sí mismo como Pan Vivo bajado del
cielo, como Pan de Vida eterna, como Maná verdadero venido del cielo. El Único
Cristo verdadero es el que prometió que su Iglesia no habría de perecer frente
a las puertas del Infierno, ya que Él mismo la asiste enviando el Espíritu
Santo, que con su luz divina disipa las tinieblas de los errores, las herejías,
los cismas. El Único Cristo verdadero es Aquel al que la Iglesia Católica lo
llama, en su Credo, “Luz de Luz y Dios verdadero de Dios verdadero”. El Único
Cristo verdadero es el que se encarnó por obra del Espíritu Santo en el seno de
María Virgen y, luego de nueve meses en el seno de María, recibiendo nutrientes
y siendo revestido con un Cuerpo humano, fue dado a luz por María en Belén,
Casa de Pan, para que los hombres fueran alimentados con el Pan Vivo bajado del
cielo, el Cuerpo Sacramentado del Cordero de Dios.
“Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre,
sino por mí”. El Único Cristo verdadero es el que confiesa la Iglesia Católica,
como único Camino al Padre, porque siendo Dios Hijo, consubstancial al Padre,
de igual honor, majestad y poder, proviene eternamente del Padre y conduce al
Padre a los hijos adoptivos de Dios, los hombres nacidos a la vida de la gracia
por medio del Bautismo sacramental. Éste es el Único Cristo verdadero, Camino,
Verdad y Vida, el de la Iglesia Católica, Presente en Persona en la Eucaristía,
y es el Único que nos conduce al Padre, en el Amor del Espíritu Santo. Cualquier
otro que no sea este Cristo, no pertenece a Dios y es un anti-cristo.
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