Parábola de los trabajadores de la viña.
(Domingo
XXV - TO - Ciclo A – 2017)
“Id
también vosotros a mi viña” (Mt 20, 1-16).
La parábola se entiende mejor cuando a los personajes y elementos naturales que
se encuentran en ellas, se les da valor de analogados y se los reemplazan por
bienes y elementos sobrenaturales. Así, el dueño de la vid es Dios; la vid es
la Iglesia; los jornaleros son los bautizados que reciben la gracia de la
conversión –estar bautizado no es sinónimo de conversión-; la paga del dueño de
la vid –un denario-, igual para todos, es la bienaventuranza eterna en el Reino
de los cielos; las distintas horas en las que los jornaleros son contratados,
representan las distintas edades de la vida en las que los bautizados, o bien
son llamados a trabajar en la Iglesia por la salvación de las almas, o bien son
llamados ante la Presencia de Dios y reciben la gracia de la conversión
perfecta del corazón, la contrición, que les granjea la entrada en el Reino de
los cielos. Por último, los jornaleros que ya estaban trabajando en la viña y
se enojan porque los otros jornaleros reciben la misma paga que ellos –esto es,
el Reino de los cielos-, representa a los católicos duros de corazón que,
estando en la Iglesia desde hace tiempo, no han progresado sin embargo en la
caridad, y no aceptan, ni a los nuevos conversos, ni a los pecadores que se
convierten a último momento. Si fuera por ellos, el Buen Ladrón, por ejemplo,
que se arrepiente a último momento de su vida terrena, instantes antes de
morir, recibiendo así el premio del Reino de los cielos por Jesús mismo en
Persona, no debería haberse salvado, porque según estos católicos duros de
corazón, ni se merecen el cielo por ser pecadores, ni Dios puede ser tan
misericordioso que no los castigue.
Entonces,
con la parábola de un dueño de una vid, que contrata a obreros a diferentes
horas del día, pagando a todos un mismo salario, Jesús grafica no solo el Reino
de los cielos –que es la paga dada a quienes trabajan en su Iglesia-, sino la
inmensidad de la Misericordia Divina, que se ofrece gratuitamente a todos los
hombres pecadores, de todas las edades –simbolizados en los distintos horarios
en los cuales los jornaleros son contratados-, lo cual significa que “Dios no
hace acepción de personas” (Rom 2,
11; Hch 10, 34), ya que lo que busca
en el hombre es el arrepentimiento sincero, la contrición del corazón y el
deseo de no volver a pecar, sin fijarse en la inmensidad del pecado que estos
hombres puedan haber cometido. Pero en la parábola están representados también otra
clase de hombres: son aquellos católicos que, estando en la Iglesia desde hace
tiempo, se escandalizan y se ofenden porque Dios conceda misericordia a quienes
ellos mismos, en su soberbia, consideran que son indignos de la misma, con lo
cual, así, se ponen en el lugar de Dios mismo, se auto-nombran jueces de Dios y
del prójimo, demostrando la total falta de caridad en sus corazones, caridad
que debería rebosar en ellos, al estar desde hace ya un tiempo considerable en
la Iglesia.
En
esta parábola Jesús habla por lo tanto de dos grupos de personas: de paganos
que se convierten e ingresan en la Iglesia; de bautizados neo-conversos que
comienzan a ir a la Iglesia, o también de católicos que, luego de toda una vida
alejados de Dios, en el último momento reciben la gracia de la conversión final
y se salvan, a pesar de haber sido, incluso, hasta criminales. Al respecto, es
conocido el caso de un homicida sentenciado a muerte –llamado Henri Pranzini- que
poco antes de recibir la pena capital se convirtió por las oraciones de Santa
Teresita del Niño Jesús[1]: ; vale también el ejemplo del Buen Ladrón, que
se convierte antes de morir y así entra en el Paraíso, llevado por el mismo
Jesús en Persona: “Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23, 43).
Pero Jesús también se refiere a quienes, siendo católicos, y
estando en la Iglesia desde hace tiempo, reaccionan de un modo inapropiado para
un hijo de Dios, ante la llegada de los nuevos conversos, o también aquellos
que se escandalizan de que un asesino –por supuesto, previa conversión-, pueda
recibir el perdón de Dios y llegar al cielo.
Este segundo grupo, el de los católicos que se ofenden y
escandalizan por la gratuidad de la Misericordia Divina, es puesto en evidencia
en la parábola, constituyendo el ejemplo contrario a cómo debe ser un católico:
en vez de alegrarse porque un pagano se convierte, o porque un neo-converso
abandona su vida mundana y se acerca a los sacramentos, o porque un criminal se
convierte a último momento y evita así su eterna condenación, salvando su alma,
estos católicos, duros de corazón, se molestan y se muestran agrios y despectivos
hacia sus hermanos en religión. Con esa actitud, se comportan como el hermano
mayor de la parábola del hijo pródigo quien, lejos de alegrarse porque su hermano,
que estaba perdido, había sido encontrado, se molesta porque no es a él, que ha
cumplido siempre con su padre, a quien homenajean, sino que es homenajeado el que
malgastó la fortuna. Estos católicos muestran así que no comprenden la
Misericordia Divina y no lo hacen, porque en el fondo se relacionan con Dios según
sus propios límites naturales, sin poder trascender y por lo tanto, sin
comprender a Dios, quien por otra parte, solo puede ser comprendido en su
Trinidad de Personas y en su infinita misericordia, solo por la luz del Espíritu
Santo. A estos católicos, duros de corazón para con su prójimo, les falta la
luz del Espíritu Santo y si les falta la luz, les falta también el Amor, porque
“Dios es Amor”.
Dios castiga, sí, y con el infierno eterno, pero en la eternidad; en esta vida, hasta
el último instante de nuestra vida terrena, solo derrama sobre nosotros la
Misericordia Divina que, como un océano sin límites, infinito, brota de su
Corazón traspasado en la Cruz, Presente real, verdadera y substancialmente en
la Eucaristía. Como le dijo a Sor Faustina Kowalska, para castigar, tiene toda
la eternidad –es por eso que decimos que Dios sí castiga, pero en la
eternidad-; mientras tanto, mientras dure nuestra vida terrena, Dios nos ofrece
su misericordia. No rechacemos la Divina Misericordia, cerrando nuestros
corazones a los hermanos pecadores que, por gracia de Dios, reciben la
contrición perfecta del corazón. Si así hacemos, de creernos justos, pasamos a
ser injustos y merecedores, entonces sí y nosotros mismos, del castigo eterno. Alegrémonos
no por el pecado de nuestros hermanos, sino por la gracia de la conversión que,
por la Misericordia de Dios, reciban, sin importarnos lo que no debe
importarnos; no tomemos a mal que Dios sea Bueno; no tomemos a mal que Dios sea
infinitamente misericordioso, porque así como nos llamó a nosotros, siendo
pecadores, así quiere llamar a todos los pecadores del mundo, a los pies de su
Cruz y de su Presencia Eucarística para que, recibiendo la gracia de la
contrición perfecta del corazón, lo amen y lo adoren, en el tiempo y en la
eternidad. Tengamos mucho cuidado en nuestros juicios hacia el prójimo, no sea
que, creyéndonos los primeros, seamos en realidad los últimos.
[1] “En el año 1887, al oír hablar
de un asesino que ha dado muerte a tres mujeres en París, reza y se sacrifica
por él queriendo, a todo precio, arrancarlo del infierno. Henri Pranzini es
juzgado y condenado a morir guillotinado pero, en el momento de morir, besa el crucifijo.
Teresa llora de alegría: su oración ha sido escuchada. Lo llama su primer hijo”.
Cfr. http://www.corazones.org/santos/teresita_lisieux.htm
El asesino confeso, que hasta segundos antes de su muerte no había dado señas
de arrepentimiento, y tampoco se había confesado, al terminar de subir las
escaleras que lo conducían al patíbulo, se dio vuelta, y besó con piedad tres
veces el crucifijo que le ofrecía el sacerdote capellán. Era la señal de la
conversión que Santa Teresita había pedido a Dios. Así lo narra ella misma: “My
God, I am quite sure that Thou wilt pardon this unhappy Pranzini. I should
still think so if he did not confess his sins or give any sign of sorrow,
because I have such confidence in Thy unbounded Mercy; but this is my first
sinner, and therefore I beg for just one sign of repentance to reassure me (…) The
day after his execution I hastily opened the paper…and what did I see? Tears
betrayed my emotion; I was obliged to run out of the room. Pranzini had mounted
the scaffold without confessing or receiving absolution, and…turned round,
seized the crucifix which the Priest was offering to him, and kissed Our Lord’s
Sacred Wounds three times. …I had obtained the sign I asked for, and to me it
was especially sweet. Was it not when I saw the Precious Blood flowing from the
Wounds of Jesus that the thirst for souls first took possession of me? …My prayer
was granted to the letter”. Cfr. http://www.catholicworldreport.com/2014/10/01/the-killer-and-the-saint-pranzini-and-therese/
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