(Domingo
XXVI - TO - Ciclo A – 2017)
“Ven a trabajar a mi viña” (cfr. Mt 21, 28-32). Para graficar tanto el llamado de Dios a trabajar en
su Iglesia, como la respuesta de las almas frente a este llamado, Jesús utiliza
la parábola del dueño de una viña, que llama a sus dos hijos para que vayan a
trabajar en su viña. Llama al primero y le dice que vaya a trabajar, pero este
le dice que no irá, aunque luego termina yendo: “Un hombre tenía dos hijos y,
dirigiéndose al primero, le dijo: “Hijo, quiero que hoy vayas a trabajar a mi
viña”. El respondió: “No quiero”. Pero después se arrepintió y fue”. Luego,
llama al segundo, al cual le hace también la misma invitación de ir a trabajar;
éste le contesta que sí, pero luego no va: “Dirigiéndose al segundo, le dijo lo
mismo y este le respondió: “Voy, Señor”, pero no fue”. Finalizando la parábola,
Jesús les pregunta a sus discípulos cuál de los dos cumplió el pedido del padre
y estos le responden que el primero, es decir, el que había dicho que no, pero
luego fue a trabajar: “¿Cuál de los dos cumplió la voluntad de su padre?”. “El
primero”, le respondieron”. Finalmente, Jesús hace una dura advertencia a
quienes escuchan el llamado para trabajar en su Iglesia –sea como religiosos o
como laicos- y de la negativa a hacerlo: “Jesús les dijo: “Les aseguro que los
publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes al Reino de Dios”. Les da
el ejemplo de “publicanos y prostitutas” –es decir, de quienes socialmente eran
reprobables-, que a pesar de no ser religiosos, sin embargo escucharon la
predicación de Juan el Bautista y creyeron en él y se convirtieron, a
diferencia de muchos que, sin ser pecadores públicos, sin embargo no se
convirtieron por la predicación de Juan el Bautista: “En efecto, Juan vino a
ustedes por el camino de la justicia y no creyeron en él; en cambio, los
publicanos y las prostitutas creyeron en él. Pero ustedes, ni siquiera al ver
este ejemplo, se han arrepentido ni han creído en él”.
La parábola se comprende y la podemos aplicar a nosotros,
cristianos del siglo XXI, cuando reemplazamos sus elementos, por elementos
sobrenaturales: así, el dueño de la vid es Él, Jesucristo, Dios; la viña es la
Iglesia; los hijos llamados a trabajar, somos los hijos adoptivos de Dios, los
bautizados en la Iglesia Católica; el trabajo, es el trabajo entendido en dos
sentidos: materialmente, el trabajo realizado para mantener las estructuras
edilicias (limpieza, mantenimiento, etc.); espiritualmente, es el trabajo
espiritual que todo cristiano debe realizar, para salvar su alma y ayudar a
salvar el alma de sus prójimos.
Esta parábola por lo tanto se podría aplicar a dos tipos de
actitudes entre los bautizados: muchos bautizados, que están en la Iglesia,
aparentemente han respondido afirmativamente al llamado del Señor; sin embargo,
con sus comportamientos, como por ejemplo, falta de perdón, acepción de
personas, juicios malévolos sobre el prójimo, codicia, deseo de cargos
eclesiásticos para obtener prestigio y poder, y tantos otros anti-ejemplos más,
claramente demuestran que no están trabajando para el bien de las almas. Sería el
caso del hijo de la parábola que dice “Sí, voy a trabajar”, pero no trabaja
para la salvación de las almas, ya que sigue su propia voluntad y busca su propio
interés.
El otro hijo de la parábola, el que dice “No”, pero sí va a
trabajar, podría representar a muchos bautizados que no están en la Iglesia por
diversas razones, pero sin embargo se muestran caritativos, compasivos,
comprensivos con el prójimo, demostrando así un corazón noble, al que solo le
falta el acceso a los sacramentos, por lo que, con su buen obrar, aunque
pareciera que no, sin embargo, trabajan para Dios.
Al comentar esta parábola, Santa Teresa Benedicta de la Cruz
reflexiona acerca del pedido de Jesús acerca de la voluntad de Dios: “que se
haga tu voluntad”, resaltando el hecho de que el Hijo de Dios vino a la tierra
no solo para expiar la desobediencia del hombre, sino para reconducirlos al
Reino de Dios por medio de la obediencia. Dice así: “¡Qué se haga tu voluntad!”
(Mt 6, 10) En esto ha consistido,
toda la vida del Salvador. Vino al mundo para cumplir la voluntad del Padre, no
sólo con el fin de expiar el pecado de desobediencia por su obediencia (Rm 5,19), sino también para reconducir a
los hombres hacia su vocación en el camino de la obediencia”[1]. Es
en la obediencia a los Mandamientos de la Ley de Dios y a los Mandamientos
propios de Jesucristo en el Evangelio –perdonar setenta veces siete, amar al
enemigo, cargar la cruz de cada día, ser misericordiosos- en donde se juega la
obediencia a Dios y a su llamado: si alguien está en la Iglesia, pero no cumple
los Mandamientos de Dios y de Jesucristo, entonces ese alguien no está haciendo
la voluntad de Dios, y es como el hijo de la parábola que dice: “Voy”, pero no
va, porque no hace la voluntad de Dios, sino su propia voluntad.
Dice Santa Edith Stein que la libertad dada a los hombres,
no es para “ser dueños de sí mismos”, sino para unirse a la voluntad de Dios: “No
se da a la voluntad de los seres creados, ser libre por ser dueño de sí mismo.
Está llamada a ponerse de acuerdo con la voluntad de Dios”. Si el hombre,
libremente, une su voluntad a la de Dios, participa de la obra de Dios: “Si
acepta por libre sumisión, entonces se le ofrece también participar libremente
en la culminación de la creación”. Pero si el hombre, haciendo mal uso de la
libertad, rehúsa unir su voluntad a la de Dios, entonces pierde la libertad, y
la razón es que se vuelve esclavo del pecado: “Si se niega, la criatura libre
pierde su libertad”. El hombre que cumple los Mandamientos de Dios y de Cristo,
es verdaderamente libre, mientras que el que no lo hace, aún cuando esté en la
Iglesia todo el tiempo, es esclavo de sus propias pasiones, del pecado e
incluso del Demonio.
Si
el hombre se deja seducir por las cosas del mundo, se encadena al mundo, pierde
su libertad y se vuelve vacilante e indeciso en el bien, además de endurecer su
inteligencia en el error: “La voluntad del hombre todavía tiene libre albedrío,
pero se deja seducir por las cosas de este mundo que le atraen y poseen en una
dirección que la aleja de la plenitud de su naturaleza, como Dios manda y que
han abolido la meta que se ha fijado en su libertad original. Además de la
libertad original, pierde la seguridad de su resolución. Se vuelve cambiante e
indecisa, desgarrada por las dudas y los escrúpulos, o endurecida en su error”.
El mal católico, el que no cumple la voluntad de Dios, haciendo oídos sordos a
su Ley de la caridad, se vuelve esclavo del error y además, su corazón se
endurece, al no tener en sí el Fuego del Divino Amor.
La
única opción posible para que el hombre sea plenamente libre, es seguir a
Cristo, quien cumple la voluntad del Padre a la perfección: “Frente a esto, no
hay otro remedio que el camino de seguir a Cristo, el Hijo del hombre, que no
sólo obedecía directamente al Padre del
cielo, sino que se sometió también a los hombres que representaban la voluntad
del Padre”. Quien sigue a Cristo, dice Santa Edith Stein, no solo se libera de
la esclavitud del mundo, sino que se vuelve verdaderamente libre y se encamina
a la pureza de corazón, porque se une a Cristo, el Cordero Inmaculado y la
Pureza Increada en sí misma: “La obediencia tal como Dios quería, nos libera de
la esclavitud que nos causan las cosas
creadas y nos devuelve a la libertad. Así también el camino hacia la pureza de
corazón”. El peor error que puede cometer el hombre –y es lo que está haciendo
el hombre de hoy- es dejar de lado la voluntad y los Mandamientos de Dios, para
hacer su propia voluntad, constituyéndose en rey de sí mismo.
“Ven
a trabajar a mi viña”, “Ven a trabajar en mi Iglesia”, nos dice Jesús a todos,
laicos y religiosos y el bautismo sacramental constituye ya ese llamado a
trabajar por las almas; Jesús nos llama a trabajar en su Iglesia, cada uno en
su estado de vida, para salvar la propia alma y para ayudar a salvar las almas
de nuestros hermanos, de la eterna condenación en el Infierno. Esto es lo que
Jesús quiere significar cuando dice “trabajo”, es el trabajo para salvar el
alma de la eterna condenación en el Infierno, el cual es real y dura para
siempre, y no está vacío, sino que está ocupado por innumerables ángeles
rebeldes y almas de condenados, de bautizados que precisamente se negaron a
trabajar por su salvación y la de los demás. Jesús nos llama a trabajar en su
Iglesia, para que ayudemos al prójimo, no a que solucione sus problemas
afectivos ni económicos, sino a que salve su alma y llegue al Reino de los
cielos, y el que esto hace, salva su propia alma, como dice San Agustín: “El
que salva el alma de su prójimo, salva la suya”. “Ven a trabajar a mi viña”,
nos dice Jesús, y la única forma de decir “Sí” e ir, verdaderamente, es tomando
la Cruz de cada día, seguirlo a Él camino del Calvario, cumplir los Mandamientos
de la Ley de Dios y los Mandamientos de Cristo, evitar el pecado, vivir en
gracia. Es la única forma en la que no defraudaremos el llamado de Dios a
trabajar en su Iglesia, llamado que es para salvar almas y no para obtener
puestos de poder.
[1]
Cfr. Santa Teresa Benedicta de la Cruz,
Edith Stein, Meditación para la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz.
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