(Domingo
XXIII - TO - Ciclo A – 2017)
“Si
tu hermano peca, ve y corrígelo en privado (…) (Mt 18, 15-20). Jesús nos enseña
tres caminos para la santidad: la corrección fraterna –necesita de sabiduría
celestial quien la hace, además de caridad, y de humildad extrema quien la
recibe, para reconocer sus errores y corregirlos-; la necesidad de la confesión
sacramental -todo lo que ustedes aten en la tierra, quedará atado en el cielo,
y lo que desaten en la tierra, quedará desatado en el cielo-, y el poder de la
oración y la realidad de su Presencia en medio de quienes se reúnen en su
Nombre a rezar: “Donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, yo estoy presente
en medio de ellos”.
Con
respecto a la corrección fraterna, es una advertencia que el cristiano dirige a
su prójimo para ayudarle en el camino de la santidad[1],
porque ayuda a conocer los defectos personales –que pasan inadvertidos por las
propias limitaciones o son enmascarados por el amor propio-, al tiempo que son
una ocasión para enfrentarnos a esos defectos y, con la ayuda de Dios,
progresar en la imitación de Cristo. El mismo Jesús corrige a sus discípulos,
como cuando reprende a Pedro con firmeza porque su modo de pensar no es el de
Dios sino el de los hombres. A partir de la enseñanza y del ejemplo de Jesús,
la corrección fraterna ha pasado a ser como una tradición de la familia
cristiana vivida desde el inicio de la Iglesia: por ejemplo, San Ambrosio escribe
en el siglo IV: “Si descubres algún defecto en el amigo, corrígele en secreto (...)
Las correcciones, en efecto, hacen bien y son de más provecho que una amistad
muda. Si el amigo se siente ofendido, corrígelo igualmente; insiste sin temor,
aunque el sabor amargo de la corrección le disguste. Está escrito en el libro
de los Proverbios las heridas de un amigo son más tolerables que los besos de
los aduladores (Pr 27, 6)”. Y también
San Agustín advierte sobre la grave falta que supondría omitir esa ayuda al
prójimo: “Peor eres tú callando que él faltando”[2].
El
fundamento natural de la corrección fraterna es la necesidad que tiene toda
persona de ser ayudada por los demás para alcanzar su fin, pues nadie se ve
bien a sí mismo ni reconoce fácilmente sus faltas. De ahí que esta práctica
haya sido recomendada también por los autores clásicos como medio para ayudar a
los amigos. Corregir al otro es expresión de amistad y de franqueza, y es lo
que distingue al adulador del amigo verdadero[3]. A
su vez, quien recibe la corrección fraterna, debe dejarse corregir, para lo
cual se necesita mucha humildad, tanto para reconocer los errores, como para
aceptar la corrección. Quien acepta la corrección fraterna, da una gran señal
de madurez y de fortaleza espiritual, al punto de llegar a agradecer a aquel
que lo corrige: “el hombre bueno se alegra de ser corregido; el malvado soporta
con impaciencia al consejero”[4]. Quien
no tolera una corrección fraterna, solo demuestra que, lejos de humildad, lo
que hay en él es una gran soberbia y su camino está errado, como dice la
Escritura: “Va por senda de vida el que acepta la corrección; el que no la
admite, va por falso camino”[5].
El que corrige debe estar movido por la
caridad, es decir, por el amor sobrenatural con el que amamos a Dios y al
prójimo como a nosotros mismos por amor a Dios. Es un ejercicio de santidad,
tanto para quien la hace, como para quien la recibe: a quien la hace, le da la
oportunidad de vivir el mandamiento del Señor: “Este es el mandamiento mío: que
os améis unos a otros como yo os he amado”; al que la recibe, le proporciona
las luces necesarias para renovar el seguimiento de Cristo en aquel aspecto
concreto en que ha sido corregido.
“La
práctica de la corrección fraterna –que tiene entraña evangélica– es una prueba
de sobrenatural cariño y de confianza. Agradécela cuando la recibas, y no dejes
de practicarla con quienes convives”[6].
La corrección fraterna no brota de la irritación ante una ofensa recibida, ni
de la soberbia o de la vanidad heridas ante las faltas ajenas; sólo el amor
puede ser el genuino motivo de la corrección al prójimo, tal como enseña San
Agustín, “debemos, pues, corregir por amor; no con deseos de hacer daño, sino
con la cariñosa intención de lograr su enmienda. Si así lo hacemos, cumpliremos
muy bien el precepto: “si tu hermano pecare contra ti, repréndelo estando a
solas con él”. ¿Por qué lo corriges? ¿Porque te ha molestado ser ofendido por
él? No lo quiera Dios. Si lo haces por amor propio, nada haces. Si es el amor
lo que te mueve, obras excelentemente”[7].
La
corrección fraterna es un deber de justicia y así nos lo enseña el mismo Dios
en el Antiguo Testamento, cuando le advierte a Ezequiel: “A ti, hijo de hombre,
te he puesto como centinela sobre la casa de Israel: escucharás la palabra de
mi boca y les advertirás de mi parte. Si digo al impío: “Impío, vas a morir”, y
no hablas para advertir al impío de su camino, este impío morirá por su culpa,
pero reclamaré su sangre de tu mano. Pero si tú adviertes al impío para que se
aparte de su camino y no se aparta, él morirá por su culpa pero tú habrás
salvado tu vida”[8].
San Pablo considera la corrección fraterna como el medio más adecuado para
atraer a quien se ha apartado del buen camino: “Si alguno no obedece lo que
decimos en esta carta [...] no le miréis como a enemigo, sino corregidle como a
un hermano”[9].
Ante las faltas de los hermanos no cabe una actitud pasiva o indiferente. Mucho
menos vale la queja o la acusación destemplada: “Aprovecha más la corrección
amiga que la acusación violenta; aquella inspira compunción, esta excita la
indignación”[10].
Si
todos los cristianos necesitan de esa ayuda, existe un deber especial de
practicar la corrección fraterna con quienes ocupan determinados puestos de
autoridad, de dirección espiritual, de formación, etc. en la Iglesia y en sus
instituciones, en las familias y en las comunidades cristianas. Del mismo modo,
los que desempeñan tareas de gobierno o formación adquieren una responsabilidad
específica de practicarla. En este sentido enseña San Josemaría: “Se esconde
una gran comodidad —y a veces una gran falta de responsabilidad— en quienes,
constituidos en autoridad, huyen del dolor de corregir, con la excusa de evitar
el sufrimiento a otros. Se ahorran quizá disgustos en esta vida..., pero ponen
en juego la felicidad eterna —suya y de los otros— por sus omisiones, que son
verdaderos pecados”[11].
Por
último, ¿cómo hacer y cómo recibir la corrección fraterna?
Las
características son: visión sobrenatural, humildad, delicadeza y cariño. Como tiene
un fin sobrenatural, que es la santidad de aquel a quien se corrige, conviene
que el que corrige discierna en la presencia de Dios la oportunidad de la
corrección y la manera más prudente de realizarla (el momento más conveniente,
las palabras más adecuadas, etc.) para evitar humillar al corregido. Pedir
luces al Espíritu Santo y rezar por la persona que ha de ser corregida favorece
el clima sobrenatural necesario para que la corrección sea eficaz[12]. También
el que corrige debe antes considerar con humildad en la presencia de Dios su
propia indignidad y se examine sobre la falta que es materia de la corrección.
San Agustín aconseja hacer ese examen de conciencia, porque es muy frecuente
que seamos capaces de advertir hasta los más pequeños defectos de los demás,
pero somos muy indulgentes con los nuestros propios defectos: “Cuando tengamos
que reprender a otros, pensemos primero si hemos cometido aquella falta; y si
no la hemos cometido, pensemos que somos hombres y que hemos podido cometerla.
O si la hemos cometido en otro tiempo, aunque ahora no la cometamos. Y entonces
tengamos presente la común fragilidad, para que la misericordia, y no el
rencor, preceda a aquella corrección”[13].
Es decir, si vamos a corregir, que nos mueva el amor a Dios y al prójimo, y la
humildad de saber que nosotros somos tanto o más pecadores que aquel hermano a
quien vamos a corregir. Si la corrección fraterna no tiene delicadeza y cariño,
pierde todo su sentido cristiano y pasa a convertirse en un amargo, egoísta y
soberbio reproche por los defectos o pecados ajenos. Para evitar este error y
para asegurarnos de que la advertencia es expresión de la caridad auténtica, es
sumamente importante preguntarnos antes: ¿cómo actuaría Jesús en esta
circunstancia con esta persona? Jesús lo haría no sólo con prontitud y franqueza,
sino también con amabilidad, comprensión y estima. San Josemaría enseña en este
sentido: “La corrección fraterna, cuando debas hacerla, ha de estar llena de
delicadeza —¡de caridad!— en la forma y en el fondo, pues en aquel momento eres
instrumento de Dios”[14].
La
virtud de la prudencia exige pedir consejo a una persona sensata (el director
espiritual, el sacerdote, el superior, etc.) sobre la oportunidad de hacer la
corrección, y hará también que no se corrija con excesiva frecuencia sobre un
mismo asunto, pues debe contarse con la gracia de Dios y con el tiempo para la
mejora de los demás.
Las
materias que son objeto de corrección fraterna abarcan todos los aspectos de la
vida del cristiano, pues todos ellos constituyen su ámbito de santificación
personal y del apostolado de la Iglesia. Cabe señalar de modo general los
siguientes puntos: 1) hábitos contrarios a los mandamiento de la ley de Dios y
a los mandamientos de la Iglesia; 2) actitudes o comportamientos que chocan con
el testimonio que un cristiano está llamado a dar en la vida familiar, social,
laboral, etc.; 3) faltas aisladas cometidas, en el caso de constituir un grave
menoscabo para la vida cristiana del interesado o para el bien de la Iglesia. Algunos
ejemplos concretos: un cristiano que, sin saberlo, practica yoga y asiste a
misa, o consulta a los chamanes, o rinde culto a ídolos demoníacos como el
Gauchito Gil, la Difunta Correa, San La Muerte, etc. En todos estos casos, es
un acto de caridad y de justicia hacer la corrección fraterna, indicándole, con
caridad pero con firmeza, que no es posible rendir culto a Dios y al Demonio,
representado en sus ídolos.
Al
recibir la corrección, la persona corregida debe aceptar la corrección con
agradecimiento, sin discutir ni dar explicaciones o excusas, pues ve en el que
corrige a un hermano que se preocupa por su santidad. Es un caso similar al del
médico que aconseja hábitos saludables de vida: hacer ejercicio físico, evitar
el sedentarismo, disminuir el sobrepeso, etc. Sería muy mal paciente quien,
ante el médico, se ofendiera al recibir estos consejos que son sumamente
valiosos para su salud. Si alguien no tolera la corrección fraterna, es señal
de gran soberbia en el alma, como dice San Cirilo: “La reprensión, que hace
mejorar a los humildes, suele parecer intolerable a los soberbios”[15].
Son
numerosos los beneficios que se siguen de la corrección fraterna, como
numerosos los males en caso de no practicarla. Como acción concreta de la
caridad cristiana tiene por frutos el gozo, la paz y la misericordia; supone el
ejercicio de la caridad, la humildad, la prudencia; mejora la formación humana
haciendo a las personas más corteses; facilita el trato mutuo entre las
personas, haciéndolo más sobrenatural y, a la vez, más agradable en el aspecto
humano; encauza el posible espíritu crítico negativo, que podría llevar a
juzgar con sentido poco cristiano el comportamiento de los demás; impide las
murmuraciones o las bromas de mal gusto sobre comportamientos o actitudes de
nuestro prójimo; fortalece la unidad de la Iglesia y de sus instituciones a
todos los niveles, contribuyendo a dar mayor cohesión y eficacia a la misión
evangelizadora; garantiza la fidelidad al espíritu de Jesucristo; permite a los
cristianos experimentar la firme seguridad de quienes saben que no les faltarán
la ayuda de sus hermanos en la fe: “El hermano ayudado por su hermano, es como
una ciudad amurallada”[16].
“Si
tu hermano peca, ve y corrígelo en privado (…)”. Si de veras amamos a nuestro
prójimo por amor a Dios, haremos la corrección fraterna con toda la caridad
posible, y si somos nosotros los que recibimos la corrección, debemos pedir la
gracia de aceptarla y agradecerla con la mansedumbre y la humildad de los
Sagrados Corazones de Jesús y María.
[1] Cfr. http://www.collationes.org/de-vita-christiana/quibusdam-spiritum-operis-dei/item/396-la-correcci%C3%B3n-fraterna-juan-alonso
[2] San Agustín, Sermo 82, 7.
[3] Cfr. Plutarco, Moralia, I.
[4] Séneca, De ira, 3, 36, 4.
[5] Pr 10, 17.
[6] San Josemaría, Forja, n. 566.
[7] San Agustín, Sermo 82, 4.
[8] Ez 33, 7-9.
[9] 2 Ts 3, 4- 5; cfr. Ga 6,
1.
[10] San Ambrosio, Catena Aurea, VI.
[11] San Josemaría, Forja, n. 577.
[12] Cfr. Juan Alonso, passim.
[13] San Agustín, Sobre el Sermón de la Montaña, 2.
[14] San Josemaría, Forja, n. 147.
[15] San Cirilo, Catena Aurea, vol. VI.
[16] Pr 18, 19.
No hay comentarios:
Publicar un comentario