¡Resplandece el Misterio de la Cruz! Fulgit crucis mysterium!
Así canta la Iglesia en la Pasión y en el himno de Vísperas
de las dos fiestas de la Santa Cruz[1]. Para
la Fe de la Iglesia –el misterio solo puede ser contemplado a la luz de la Fe-,
la Santa Cruz resplandece, de manera particular, en este día, y esa es la razón
de la fiesta litúrgica. La Iglesia celebra –y así lo debemos hacer nosotros, en
lo más íntimo de nuestros corazones- a la Cruz como un misterio celestial,
sobrenatural, puesto que es del cielo de donde la Cruz obtiene toda su virtud
divina. Vista a los ojos humanos, y sin la Fe de la Santa Iglesia Católica, la
Cruz se presenta al hombre como un rotundo fracaso, pero no es así como la
Iglesia contempla a la Cruz, sino con la luz del Espíritu Santo, y por eso la
ve resplandecer y la celebra con la liturgia en fiesta. Así contemplada, a la
luz de la Fe iluminada con la luz del Espíritu Santo, la Santa Cruz resplandece
con toda la fuerza de su virtus mystica, su fuerza mística, pneumática, divina.
La Cruz es un misterio porque no es obra humana, ya que su luz
brota de lo más profundo del Ser trinitario de Dios: en Ella estuvo, está y
estará, hasta el fin de los tiempos, suspendido el Hijo de Dios, por voluntad
de Dios Padre, para comunicarnos a Dios Espíritu Santo a través de la Sangre
derramada del Cordero. La Cruz es un Misterio celestial porque nos revela, nos
hace visible, al Dios Invisible; nos muestra, al alcance de nuestros ojos, al
Dios que habita en una luz inaccesible; nos revela, al alcance de nuestra
limitada humanidad –bien que elevada por la gracia- al Dios Tres veces Santo
que, aunque en el cielo resplandece con un esplendor tal que los ángeles y
querubines ocultan sus rostros con sus alas, tal es la majestad infinita del
Dios Trinitario, aquí en la Cruz lo que resplandece es el brillo de la Sangre
del Cordero, que así trasluce la gloria divina que posee desde la eternidad. En
la Cruz se nos revela Dios, en la majestad de su Trinidad, en la infinitud de
su Amor, en la eternidad de su Misericordia, porque es en la Cruz en donde la
Justa Ira de Dios, encendida por la malicia de nuestros corazones infectados
por la mancha del pecado, se ve aplacada en su Justicia Divina, al descargar en
el Cordero todo el peso del castigo que nos merecíamos por nuestros pecados,
dándonos a cambio su Divina Misericordia, que brota como un torrente inagotable
con la Sangre que se derrama de sus heridas y de su Corazón traspasado.
Para nosotros, los cristianos, la Cruz, Cristo crucificado,
es “Sabiduría de Dios”[2],
mientras que para los que no tienen la Fe de la Iglesia, los que no tienen la
Revelación de Nuestro Señor Jesucristo, los que no tienen la luz del Espíritu
Santo y por eso ven la Cruz con solo ojos humanos, es “escándalo” –judíos- y “locura”
–griegos-, porque no conciben que Dios no se manifiesta en gloria y esplendor,
sino en la Cruz, como si fuera un hombre derrotado y vencido. Pero los
pensamientos de Dios están infinitamente por encima de los pensamientos de los
hombres –más que el cielo dista de la tierra- y es así que “la locura de Dios
es más sabia que los hombres y la flaqueza de Dios, más poderosa que los
hombres”[3]. Ésa
es la razón por la cual Dios triunfa en la Cruz, porque en la Cruz vence, con
su omnipotencia y su Amor infinitos, a la Muerte, al Demonio y al Pecado, pero
esto solo lo puede ver quien está iluminado por el Espíritu Santo, porque solo
el Espíritu Santo es capaz de conceder al hombre no una ampliación de su
capacidad de comprensión natural, sino de concederle participar de su misma
Inteligencia, Sabiduría y Amor divinos, volviéndolo así capaz de comprender el
Misterio de la Cruz, volviéndolo capaz de contemplar la luz divina que
resplandece desde la Cruz y que, por la Sangre del Cordero, limpia nuestros
pecados, nos libera del Demonio y de la Muerte, nos concede la Vida divina y
nos conduce, por la fuerza del Espíritu Santo y a través del Corazón traspasado
del Señor, a algo que es infinitamente más grande que los cielos eternos, el
seno de Dios Padre.
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