martes, 25 de diciembre de 2018

Día 2 de la Octava de Navidad


"La adoración de los Reyes Magos"
(Roger van der Weyden)


(Ciclo C – 2019)

          Dios Hijo, encarnado por obra del Espíritu Santo en el seno virginal de María Santísima, luego de permanecer nueve meses en el vientre materno, nace milagrosamente en el Portal de Belén, dejando intacta la virginidad de su Madre, quien es para siempre Virgen y Madre de Dios. La Encarnación y el Nacimiento del Hijo de Dios constituyen, para la Humanidad, el hecho más trascendente en toda su historia, de manera que no habrá, hasta el fin de la historia humana, es decir, hasta el Día del Juicio Final, un hecho más importante y trascendente que éste.
          ¿Qué significan la Encarnación y el Nacimiento del Hijo de Dios?
El ingreso del Hijo de Dios como Niño humano en el tiempo y su Nacimiento en el Portal de Belén significa el inicio del fin para el imperio de las tinieblas y señala el principio del fin para el reinado del Príncipe de las tinieblas, Satanás, quien tenía cautiva a la humanidad desde la expulsión de Ada y Eva del Paraíso a causa del pecado original, porque ese Niño del Pesebre de Belén es el Mesías, quien vencerá a Satanás para siempre con su sacrificio en cruz en el Calvario.
El ingreso en el tiempo humano del Dios Eterno, el Verbo del Padre, y su Nacimiento como Niño humano en el Pesebre, hace dos mil años, significa para el hombre –para toda la humanidad, desde Adán hasta el último hombre nacido en el Día del Juicio Final- el fin del dominio de la muerte y el comienzo de una nueva vida, la vida de la gracia, que es participación a la vida de Dios Trino en el tiempo y glorificación del alma y del cuerpo en la vida eterna, para quien salva su alma e ingresa en el Reino de los cielos; significa el fin de la muerte, que domina a la humanidad desde la caída de Adán y Eva, porque el Niño de Belén, que es el Dios de la Vida y la Vida Increada en sí misma, ha venido para no solo derrotar a la muerte para siempre con su muerte sacrificial en cruz, sino para donar al hombre su misma vida divina, participada en el tiempo por la gracia santificante que se comunica por los sacramentos, y vivida en plenitud en la gloria del Reino de Dios, en la vida eterna.
La Encarnación y Nacimiento del Logos, la Sabiduría del Padre, que siendo engendrada en la eternidad, crea un cuerpo y un alma para unirlos a su Persona Santísima, la Segunda de la Trinidad, y así nacer como Niño humano en el tiempo, en el Portal de Belén, significa el fin del dominio del pecado sobre el hombre, pecado que se comunica por la generación humana y que desde la caída de Adán y Eva corrompe e infecta todo ser humano nacido bajo el sol, porque el Niño Dios, que es la Gracia Increada y la Santidad en sí misma, ha venido a esta tierra y ha ingresado en nuestras historia personal para destruir el pecado al precio de su Sangre Preciosísima derramada en la cruz, para limpiar nuestras almas de la mancha infecta del pecado, para lavar para siempre la inmundicia del pecado que contamina nuestras almas desde que somos engendrados y para además comunicarnos, con su Sangre Preciosísima derramada sobre nuestras almas en el Bautismo y en cada sacramento, sobre todo el sacramento de la Penitencia, su misma santidad, su misma filiación divina, para que libres de la  mancha del pecado, seamos convertidos en hijos de Dios, en templos del Espíritu Santo y en morada de la Santísima Trinidad.
Cuando contemplemos al Niño del Pesebre, meditemos acerca de su significado y, postrados ante el Niño Dios, lo adoremos y le demos gracias por su Encarnación y Nacimiento, porque no hubo, no hay y no habrá, por los siglos de los siglos, un hecho más trascendente para la humanidad que la Navidad que la Iglesia celebra, extasiada de gozo y alegría.

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