(Ciclo
B – 2021)
El Señor es bautizado por Juan en el Jordán; en ese momento,
se produce una teofanía, es decir, una manifestación de la gloria de su
divinidad. En efecto, en el momento en que Juan lo bautiza, se escucha la voz
del Padre que dice: “Éste es mi Hijo muy amado, escúchenlo”; además, aparece el
Espíritu Santo sobre Jesús, en forma de paloma.
Frente al Bautismo del Señor, podemos preguntarnos lo
siguiente: si Jesús es Dios Hijo, proveniente del seno del Padre desde la
eternidad y si Él ha recibido la unción del Espíritu Santo en el momento de su
Encarnación en el seno virgen de María, ¿tenía necesidad de ser bautizado? La respuesta
es un rotundo “no”, desde todo aspecto, desde el momento en que el bautismo es,
ya sea moral, como el del Bautista, que predica la conversión para la remisión
de los pecados, o bien real y ontológico, en el que se recibe verdaderamente al
Espíritu Santo, como el Bautismo sacramental que imparte la Iglesia Católica,
en el que se quita definitivamente la mancha del pecado original: Jesús, en
cuanto Hombre-Dios, era la Santidad Increada en Sí misma y no tenía necesidad
de ningún bautismo, ni del bautismo moral de Juan, ni del bautismo sacramental
de la Iglesia Católica, puesto que al ser la Santidad Increada, no sólo no
tenía mancha alguna de pecado, sino que es quien “quita los pecados del mundo”.
La pregunta entonces, es: ¿por qué Jesús se deja bautizar
por Juan en el Jordán, si Él no tenía necesidad? Una primera respuesta es que
Jesús lo hizo para darnos ejemplo de cómo nosotros, que sí tenemos el pecado
original y toda clase de pecado, sí tenemos necesidad de bautizarnos, sobre
todo con el bautismo sacramental de la Iglesia Católica, para que nos sean quitados
el pecado original y todo pecado. Es decir, Jesús se habría dejado bautizar,
para darnos ejemplo de cómo debemos nosotros bautizarnos. Sin embargo, hay otra
respuesta, que encierra y desvela al mismo tiempo un misterio sobrenatural y la
clave de esta respuesta sobrenatural y misteriosa está en la constitución de Jesús:
Él es el Logos del Padre, el Verbo del Padre, el Hijo Unigénito, la Palabra de
Dios, que se encarna y une a Sí, hipostáticamente -en su Persona divina- a la
humanidad de Jesús de Nazareth; al unirse Dios Hijo a la humanidad de Nazareth,
queda unido remotamente a todo hombre, puesto que es Dios quien se hace hombre
sin dejar de ser Dios: a partir de la Encarnación, Dios se hace uno de nosotros,
uno de los hombres, pero sin dejar de ser Dios. A esta unión genérica con la
raza humana, es necesario que se le complete la unión real, ontológica, la cual
se verifica en el Bautismo sacramental de la Iglesia Católica: cuando somos
bautizados, somos unidos, misteriosamente, por el Espíritu Santo, al Cuerpo de
Cristo y pasamos a formar parte de su Cuerpo Místico; esto significa que nosotros
habitamos en Cristo y Cristo con su Espíritu Santo inhabita en nosotros,
mientras permanecemos en gracia. Esto -el Bautismo sacramental- tiene una
enorme importancia, porque al unirnos orgánicamente a Cristo, al incorporarnos
a su Humanidad Santísima, somos incorporados también a su misterio salvífico de
Muerte y Resurrección y esto se verifica en la inmersión de Cristo en las aguas
del Jordán: su inmersión significa su muerte en cruz y su emerger de las aguas
del Jordán, significa su resurrección al tercer día (que su bautismo sea
místico y sobrenatural, se expresa en una de las antífonas de las segundas
vísperas de la Liturgia de las Horas de la Solemnidad del Bautismo del Señor: “En
el río Jordán aplastó nuestro Salvador la cabeza del antiguo dragón y nos libró
a todos de su esclavitud”[1]). Entonces, al ser
bautizados, somos hechos partícipes de la muerte y resurrección de Cristo: de
su muerte, cuando Cristo se sumerge en el Jordán; de su resurrección, cuando
Cristo emerge del Jordán. Ésta es la razón por la cual no todos somos hijos
adoptivos de Dios y explica la necesidad imperiosa de recibir el Bautismo
sacramental de la Iglesia Católica, para no solo ser hijos adoptivos de Dios,
sino para participar, mística y sobrenaturalmente, de su misterio salvífico de
muerte y resurrección. Por eso, el Padre, en cada niño bautizado, mientras
sobrevuela sobre el niño el Espíritu Santo, exclama lo mismo que exclamó en la
teofanía del Jordán: “Éste es mi hijo adoptivo muy amado”.
Por último, esto significa que si hemos sido sepultados con
Cristo al ser sumergido Él en las aguas del Jordán, con Él ha sido sepultado
nuestro hombre viejo, sometido a las pasiones y a la concupiscencia; pero como
también hemos sido incorporados a su resurrección -representada en el emerger
de Cristo en las aguas del Jordán-, entonces ya no vivamos como el hombre viejo,
sino como el hombre nuevo, el hombre nacido “de la Sangre del Cordero, del Agua
de la gracia santificante y del Espíritu Santo”.
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