domingo, 10 de enero de 2021

Solemnidad del Bautismo del Señor

 



(Ciclo B – 2021)

          El Señor es bautizado por Juan en el Jordán; en ese momento, se produce una teofanía, es decir, una manifestación de la gloria de su divinidad. En efecto, en el momento en que Juan lo bautiza, se escucha la voz del Padre que dice: “Éste es mi Hijo muy amado, escúchenlo”; además, aparece el Espíritu Santo sobre Jesús, en forma de paloma.

          Frente al Bautismo del Señor, podemos preguntarnos lo siguiente: si Jesús es Dios Hijo, proveniente del seno del Padre desde la eternidad y si Él ha recibido la unción del Espíritu Santo en el momento de su Encarnación en el seno virgen de María, ¿tenía necesidad de ser bautizado? La respuesta es un rotundo “no”, desde todo aspecto, desde el momento en que el bautismo es, ya sea moral, como el del Bautista, que predica la conversión para la remisión de los pecados, o bien real y ontológico, en el que se recibe verdaderamente al Espíritu Santo, como el Bautismo sacramental que imparte la Iglesia Católica, en el que se quita definitivamente la mancha del pecado original: Jesús, en cuanto Hombre-Dios, era la Santidad Increada en Sí misma y no tenía necesidad de ningún bautismo, ni del bautismo moral de Juan, ni del bautismo sacramental de la Iglesia Católica, puesto que al ser la Santidad Increada, no sólo no tenía mancha alguna de pecado, sino que es quien “quita los pecados del mundo”.

          La pregunta entonces, es: ¿por qué Jesús se deja bautizar por Juan en el Jordán, si Él no tenía necesidad? Una primera respuesta es que Jesús lo hizo para darnos ejemplo de cómo nosotros, que sí tenemos el pecado original y toda clase de pecado, sí tenemos necesidad de bautizarnos, sobre todo con el bautismo sacramental de la Iglesia Católica, para que nos sean quitados el pecado original y todo pecado. Es decir, Jesús se habría dejado bautizar, para darnos ejemplo de cómo debemos nosotros bautizarnos. Sin embargo, hay otra respuesta, que encierra y desvela al mismo tiempo un misterio sobrenatural y la clave de esta respuesta sobrenatural y misteriosa está en la constitución de Jesús: Él es el Logos del Padre, el Verbo del Padre, el Hijo Unigénito, la Palabra de Dios, que se encarna y une a Sí, hipostáticamente -en su Persona divina- a la humanidad de Jesús de Nazareth; al unirse Dios Hijo a la humanidad de Nazareth, queda unido remotamente a todo hombre, puesto que es Dios quien se hace hombre sin dejar de ser Dios: a partir de la Encarnación, Dios se hace uno de nosotros, uno de los hombres, pero sin dejar de ser Dios. A esta unión genérica con la raza humana, es necesario que se le complete la unión real, ontológica, la cual se verifica en el Bautismo sacramental de la Iglesia Católica: cuando somos bautizados, somos unidos, misteriosamente, por el Espíritu Santo, al Cuerpo de Cristo y pasamos a formar parte de su Cuerpo Místico; esto significa que nosotros habitamos en Cristo y Cristo con su Espíritu Santo inhabita en nosotros, mientras permanecemos en gracia. Esto -el Bautismo sacramental- tiene una enorme importancia, porque al unirnos orgánicamente a Cristo, al incorporarnos a su Humanidad Santísima, somos incorporados también a su misterio salvífico de Muerte y Resurrección y esto se verifica en la inmersión de Cristo en las aguas del Jordán: su inmersión significa su muerte en cruz y su emerger de las aguas del Jordán, significa su resurrección al tercer día (que su bautismo sea místico y sobrenatural, se expresa en una de las antífonas de las segundas vísperas de la Liturgia de las Horas de la Solemnidad del Bautismo del Señor: “En el río Jordán aplastó nuestro Salvador la cabeza del antiguo dragón y nos libró a todos de su esclavitud”[1]). Entonces, al ser bautizados, somos hechos partícipes de la muerte y resurrección de Cristo: de su muerte, cuando Cristo se sumerge en el Jordán; de su resurrección, cuando Cristo emerge del Jordán. Ésta es la razón por la cual no todos somos hijos adoptivos de Dios y explica la necesidad imperiosa de recibir el Bautismo sacramental de la Iglesia Católica, para no solo ser hijos adoptivos de Dios, sino para participar, mística y sobrenaturalmente, de su misterio salvífico de muerte y resurrección. Por eso, el Padre, en cada niño bautizado, mientras sobrevuela sobre el niño el Espíritu Santo, exclama lo mismo que exclamó en la teofanía del Jordán: “Éste es mi hijo adoptivo muy amado”.

          Por último, esto significa que si hemos sido sepultados con Cristo al ser sumergido Él en las aguas del Jordán, con Él ha sido sepultado nuestro hombre viejo, sometido a las pasiones y a la concupiscencia; pero como también hemos sido incorporados a su resurrección -representada en el emerger de Cristo en las aguas del Jordán-, entonces ya no vivamos como el hombre viejo, sino como el hombre nuevo, el hombre nacido “de la Sangre del Cordero, del Agua de la gracia santificante y del Espíritu Santo”.

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