“Jesús
ora, sana enfermos y expulsa demonios” (Mc
1, 29-39). El Evangelio nos relata un día en la vida de Jesús: ora, sana
enfermos y expulsa demonios. Además de curar a la suegra de Pedro, Jesús cura a
numerosos enfermos que habían acudido a Él y expulsa a demonios que habían
tomado posesión de muchos hombres. La situación de quienes acuden a Jesús
describe el estado de la humanidad desde el pecado original de Adán y Eva: sometida
a la enfermedad, al dolor y a la muerte y esclava del demonio. Jesús ha venido “para
destruir las obras del demonio” (cfr. 1
Jn 3, 8), esto es, el pecado, la enfermedad y la muerte, porque es por
causa del demonio –además del libre albedrío humano- que Adán y Eva,
desobedeciendo las órdenes de Dios, perdieron los dones preternaturales y
quedaron sometidos a las miserias de esta vida, convertida en “valle de
lágrimas”, además de esclavizados por el demonio. Al curar las enfermedades que
aquejan a la humanidad y al expulsar al demonio que esclavizando al cuerpo
atormenta el alma, Jesús quita de en medio dos grandes males que asolan la
humanidad desde la Desobediencia Original. Sin embargo, la obra de Jesús no se
detiene en estas acciones, aun cuando estas acciones sean grandiosas y
proporcionen paz a los hombres. Es verdad que Jesús ha venido “para destruir
las obras del demonio”, pero el exceso de amor de su Corazón Misericordioso es
tan grande e incomprensible, que a Jesús no le basta con simplemente curar
nuestras enfermedades y expulsar de nuestros cuerpos, almas y vidas al Enemigo
de nuestra salvación: en su Amor Misericordioso, infinito, eterno, inagotable,
inabarcable, Jesús quiere darnos su Vida, la misma vida divina que Él posee
como Dios Hijo desde la eternidad; quiere darnos su filiación divina, la misma
filiación divina con la cual Él es Hijo Eterno del Padre; quiere darnos el
Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo, el Amor con el cual Él ama al Padre y
el Padre lo ama a Él en el Reino de los cielos, desde la eternidad. Y es para
eso que se queda en la Eucaristía, porque es allí, en el don de su Cuerpo, Sangre,
Alma y Divinidad, en donde Él encuentra satisfacción a su deseo, el de donarse
por completo, sin reservas, con todo su infinito Amor, a cada alma que lo
recibe en la comunión eucarística con fe y con amor. Muchos acuden a Jesús para
que sane sus cuerpos y almas enfermos; muchos acuden a Jesús por estar
atormentados por el demonio. Pero pocos, muy pocos, acuden a Jesús Eucaristía
para recibir lo que Jesús quiere darnos, que es infinitamente más grande que
simplemente curar nuestras enfermedades y alejar de nuestras vidas al espíritu
inmundo: su Sagrado Corazón Eucarístico, que arde en las llamas del Divino
Amor.
Adorado seas, Jesús, Cordero de Dios, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios oculto en el Santísimo Sacramento del altar. Adorado seas en la eternidad, en el seno de Dios Padre; adorado seas en el tiempo, en el seno de la Virgen Madre; adorado seas, en el tiempo de la Iglesia, en su seno, el altar Eucarístico. Adorado seas, Jesús, en el tiempo y en la eternidad.
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