“Yo Soy la luz” (Jn 12, 44-50). Jesús se revela a los
hombres como “luz”, puesto que su naturaleza divina es luminosa, es fuente de
luz celestial, sobrenatural. Esta luz que es Jesús, que brota de las
profundidades insondables de su Ser divino, se manifiestan, en el tiempo de su
vida terrena, en dos momentos: en la Transfiguración, y en la Resurrección, y en
los cielos, desde toda la eternidad, puesto que procede del Padre, que es luz
como Él.
Jesús es luz, y con su luz
celestial ilumina a los bienaventurados habitantes del cielo, los ángeles y los
santos, según lo dice el Apocalipsis: “El Cordero es la lámpara de la Jerusalén celestial”.
Jesús es luz, y con su luz
celestial ilumina a su Iglesia Peregrina, que camina en la tierra y en el
mundo, en dirección a la eternidad, y esta luz de Cristo para su Iglesia,
resplandece en la gracia de los sacramentos y en la Verdad Revelada, custodiada y
enseñada por el Magisterio de la
Iglesia, por el Papa y los obispos unidos a él, y resplandece
de un modo particular en el Sacramento del altar, la Eucaristía.
“Yo Soy la luz”. Jesús es
luz, una luz que es al mismo tiempo amor, vida, belleza. Una luz que es
salvación, que se opone a las espantosas y horroríficas tinieblas del infierno,
tinieblas que son al mismo tiempo odio, muerte, y espanto aterrador.
Quien no se deje iluminar
por la luz de Cristo, que se irradia con toda su intensidad desde la Eucaristía, será
irremediablemente cubierto y engullido por las pavorosas sombras de los ángeles
caídos, los habitantes del infierno, que deambulan por toda la tierra.
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