(Domingo
XXXI - TO - Ciclo C - 2013)
“Zaqueo,
quiero alojarme en tu casa” (Lc 19, 1-10). Jesús le manifiesta a Zaqueo que
quiere “alojarse” en su casa. El pedido motiva el escándalo de muchos, puesto
que Zaqueo era conocido por ser publicano, es decir, pecador público: “Al ver
esto, todos murmuraban, diciendo que había entrado a hospedarse en casa de un
hombre pecador”. Sin embargo, a pesar de ser un pecador público, Jesús no solo
fija sus ojos en él, sino que le manifiesta su deseo de “alojarse” en su casa. Por
este motivo, es conveniente detenernos en la figura de Zaqueo, para saber el
motivo por el cual Jesús, haciendo caso omiso –o no- de su condición de
pecador, pido alojarse en su casa. Zaqueo, que a causa de su baja estatura,
estaba subido a un sicómoro, acepta gustoso el pedido y hace pasar a Jesús a su
casa. Una vez allí, le convida de lo que tiene y, lo más importante, tocado por
la gracia, manifiesta a Jesús que “dará de sus bienes a los pobres” y “si ha
perjudicado a alguien”, le devolverá “cuatro veces más”. El fruto de la visita
de Jesús a la casa de Zaqueo es la conversión del corazón, lo cual es igual a
la salvación: “Hoy la salvación ha llegado a esta casa”.
Zaqueo es pecador, pero esta condición, lejos de ser un
impedimento para que Jesús fije sus ojos en él, es lo que lo atrae, porque
Jesús es la Misericordia Divina encarnada; es el Amor de Dios que se compadece
infinitamente del hombre pecador y es tanto su Amor y tanta su ternura, que
cuantos más pecados tenga un hombre, más cerca estará de él, tal como el mismo
Jesús se lo confía a Sor Faustina: “"Escribe, hija Mía, que para un alma
arrepentida soy la misericordia misma. La más grande miseria de un
alma no enciende Mi ira, sino que Mi Corazón siente una gran misericordia por
ella”[1].
Jesús, en cuanto Dios, mira al corazón del hombre y si hay en
él pecado, busca apropiarse de él para quitarle su pecado, para lavarlo con su
Sangre, para calentarlo con su Amor misericordioso, para colmarlo con su
Misericordia Divina, para llenarlo de su gracia, de su luz, de su paz, de su
alegría, y es esto lo que explica que Jesús dirija su mirada a Zaqueo y le pida
alojarse en su casa. El pecado es un impedimento absoluto y total para entrar
en el Reino de los cielos, y es por esto que Jesús desea quitarlo del corazón
de Zaqueo, y es lo que hace, al concederle la gracia de la conversión.
Pero hay otro aspecto en la figura de Zaqueo en el que
debemos detenernos, porque también aquí se refleja el infinito Amor de Jesús, y
es en el de su condición de “rico” de bienes materiales. Esa riqueza demuestra
apego a los bienes materiales, lo cual es un impedimento para entrar al Reino
de los cielos, al igual que el pecado. Al igual que como hizo con el pecado, Jesús
también le concede a Zaqueo el verse libre de este impedimento para entrar al
cielo, quitando de Zaqueo el apego desordenado a la riqueza material y concediéndole
a cambio el deseo del Bien eterno, la gloria de Dios, el verdadero bien
espiritual al que hay que apegar el corazón. Esto se ve reflejado en la
declaración de Zaqueo a Jesús: “Daré la mitad de mis bienes a los pobres”; este
desprendimiento de los bienes materiales se refleja también en su deseo de
devolver “cuatro veces más” a quien hubiera podido perjudicar de alguna manera.
Es muy importante detenernos en la consideración de la
figura de Zaqueo, porque todos somos como él: somos “ricos”, en el sentido de
estar apegados a las riquezas materiales, y somos también pecadores y lo
seguiremos siendo hasta el día de nuestra muerte. Es por esto que debemos tratar
de imitar a Zaqueo en su búsqueda de Jesús, yendo más allá de nuestras
limitaciones, como Zaqueo, que para superar la limitación física de su baja
estatura, se sube a un sicómoro con tal de ver a Jesús, pero sobre todo,
debemos imitarlo en su amor a Jesús, que es lo que lo lleva a querer verlo.
Y Jesús, viendo en nosotros la imagen misma de la debilidad
y del pecado, hará con nosotros lo mismo que con Zaqueo: nos pedirá “alojarnos
en nuestra casa”, para concedernos su gracia, su perdón, su Misericordia y su
Amor divinos, y esto en un grado infinitamente superior a lo que hizo con
Zaqueo. ¿De qué manera? A través de la comunión eucarística, porque en cada
comunión eucarística, Jesús, mucho más que querer alojarse en nuestra casa material,
como hizo con Zaqueo, quiere entrar en nuestros corazones, para hacer de ellos
su morada, su altar, su sagrario, en donde sea adorado y amado noche y día, y
desde donde pueda irradiar, noche y día, sobre nuestras almas y nuestras vidas,
su Amor y su Misericordia, concediéndonos todas las gracias –y todavía más- que
necesitamos para entrar en el Reino de los cielos, entre ellas, la contrición
del corazón, el desapego a los bienes terrenos, y el apego del corazón a los
verdaderos bienes, la vida eterna. En cada comunión eucarística, Jesús derrama
sobre nuestras almas y corazones torrentes inagotables de Amor Divino, en una
medida inconmensurablemente mayor a la que le concedió a Zaqueo, porque con
Zaqueo, Jesús entró en su casa material, pero no se le dio como alimento con su
Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, como lo hace con nosotros en la Eucaristía.
Si
queremos imitar a Zaqueo en su amor de correspondencia a Jesús, debemos
preguntarnos: ¿somos capaces de dar la mitad de nuestros bienes a nuestros
hermanos más necesitados? Si hemos perjudicado a alguien, ¿somos capaces de
devolver “cuatro veces más” a quien hayamos perjudicado? Y esto, no solo referido a bienes materiales,
sino también, y sobre todo, al perjuicio y escándalo que hemos provocado en nuestros hermanos, toda
vez que no hemos sido capaces de dar testimonio del Amor de Dios con nuestro
ejemplo de vida.
En otras palabras, ¿somos capaces de
obrar las obras de misericordia corporales y espirituales, como nos pide Jesús,
para así poder entrar en el Reino de los cielos?
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