“El
que viene del cielo habla del cielo; el que es de la tierra habla de las cosas
de la tierra” (cfr. Jn 3, 31-36). Jesús
revela su origen divino, porque Él es el que “viene de lo alto”, el que “viene
del cielo”, el que “Dios envió”, a quien “Dios le da el Espíritu sin medida”, porque
Él es Dios Hijo que procede del seno del Padre desde la eternidad y del Padre
recibe su Ser divino trinitario, su Amor y su Poder: “el Padre ama al Hijo –le da
el Espíritu Santo- y ha puesto todo en sus manos” –le da su omnipotencia
divina-. En Él y sólo en Él está la plenitud de la salvación, porque sólo Él da
“la Vida eterna” a quien cree en Él. Por este motivo, quien no cree en Él no
puede salvarse de ninguna manera, puesto que desprecia la Misericordia Divina
manifestada en Él, haciéndose merecedor de la “ira divina”.
Al
revelar su origen divino y su condición de Dios Hijo, Jesús les hace ver a sus
discípulos que sus enseñanzas no son las enseñanzas de ningún maestro terreno;
sus revelaciones no son inventos de la razón humana; sus milagros no se deben a
un despliegue desconocido de las fuerzas de la naturaleza humana. Jesús “viene
del cielo” no como un enviado o un profeta más entre tantos, ni como un hombre
santo, sino como el Hombre-Dios, como Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios,
y esta es la razón por la cual sus palabras y sus obras no son las del mundo,
sino que dan testimonio de lo que Él “ha visto y oído” en la eternidad, y lo
que Él ha visto y oído es que Dios es Uno y Trino, que ha enviado a su Hijo
Jesús a encarnarse y morir en Cruz, para que todo aquel que crea en Él tenga “Vida
eterna”.
“El
que viene del cielo habla del cielo; el que es de la tierra habla de las cosas
de la tierra”. Un cristiano, es decir, alguien que ha recibido la gracia de ser
hijo de Dios por el bautismo –“el don más grande del misterio pascual”, como dice el Santo
Padre Francisco[1]-;
que se alimenta con el Pan Vivo bajado del cielo, la Eucaristía; que ha recibido los dones del
Espíritu Santo y al Espíritu Santo mismo en el sacramento de la Confirmación,
no puede poseer el espíritu del mundo, espíritu que es radicalmente contrario
al Espíritu de Dios.
Al
igual que Cristo, cada bautizado puede decir que “viene del cielo” porque “ha
nacido de lo alto” por el bautismo; al igual que Cristo, el bautizado también
puede decir que “contempla y oye las
cosas del cielo”, porque por la gracia y la fe ha aprendido en el Catecismo y
en el Credo las verdades celestiales y sobrenaturales de Jesucristo Hombre-Dios;
al igual que Cristo, el bautizado “da testimonio” –o al menos debe darlo- de esas
realidades celestiales que ha visto y oído en el Catecismo y en el Credo; al
igual que Cristo, que no es de este mundo porque es del cielo, el cristiano “está
en el mundo”, en la tierra, pero “no es del mundo” (cfr. Jn 15, 16), y por eso no puede “hablar cosas de la tierra”, no
puede mundanizarse. Un cristiano mundanizado, es decir, un cristiano que
consiente con lo que el mundo ofrece: sensualidad, materialismo, hedonismo, relativismo
moral, agnosticismo, gnosticismo, ateísmo, paganismo, es un cristiano que ha
traicionado su origen, que ha olvidado que es hijo de Dios y, mucho más grave
todavía, es un cristiano que se ha convertido, por libre decisión, en un hijo
de las tinieblas.
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