“¡He
venido a traer fuego sobre la tierra y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!”
(Lc 12, 49). Jesús no habla en un
sentido figurado, ni sus palabras son metáfora semítica: el fuego que Él trae
es Él mismo, puesto que uno de sus nombres, según los Padres de la Iglesia, es “carbón
ardiente”: su humanidad es el carbón encendido al contacto con su divinidad, en
el momento de la Encarnación en el seno de María Virgen.
El
fuego que Jesús ha venido a traer es el Ser de Dios Trino, que es fuego de Amor
divino, según la descripción de San Juan: “Dios es Amor”, y es ese Amor de Dios,
que une al Padre y al Hijo, el que es manifestado por Cristo como fuego en
Pentecostés.
El
Ser divino no es otra cosa que Amor en Acto Puro, Amor Perfectísimo, eterno,
que se representa en la tierra, para los hombres, como fuego, para dar a los
hombres al menos una idea lejana de lo que es la naturaleza divina, que actúa
con lo que ama como el fuego con lo que abrasa.
Así
como el fuego abrasa la madera y la convierte, de madera seca, en leño
ardiente; así como el fuego enciende el carbón y lo convierte, de piedra fría y
negra en brasa ardiente y luminosa, así el Amor de Dios, al encender el corazón
del hombre, frío por la falta de caridad y oscuro por la falta de luz divina en
él, lo convierte en brasa ardiente de caridad, que ilumina con el resplandor de
las llamas de la divina caridad.
Es
a esto a lo que Jesús se refiere cuando dice que ha venido “a traer fuego sobre
la tierra”: ha venido a traer el fuego de la divinidad, que busca materia apta
para encenderse. Él ha venido a traer fuego, y ese fuego es el que arde en su
Sagrado Corazón Eucarístico, que está envuelto en las llamas del Amor divino,
llamas que desean propagarse al contacto con los corazones de los hombres.
“¡He venido a traer fuego sobre la tierra y
cómo desearía que ya estuviera ardiendo!”. Lo que Jesús desea es que su Amor,
que late en la Eucaristía, se propague en los corazones como el fuego en el
pasto seco.
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