“Levántate,
toma tu camilla y camina” (Jn 5, 1-3.
5-18). Mientras Jesús, por su misericordia, cura al hombre paralítico, los
fariseos, sin importarle eso, lo acusan de trasgredir la ley, que prohibía
realizar obras manuales en sábado[1]. En
el transcurso del diálogo, Jesús les dice a los fariseos que al curar al hombre
en sábado no ha quebrantado la ley, sino que ha sido un actuar suyo junto al
Padre: “Mi Padre trabaja siempre y Yo también trabajo”, con lo cual los judíos
se dan cuenta que se hace a sí mismo igual a Dios[2].
Jesús afirma ser igual a Dios, y estas dos acciones, curar enfermos en sábado y
proclamarse Hijo de Dios y Dios encarnado, serán las acusaciones principales
con las cuales los fariseos comenzarán la persecución religiosa que terminará
con la muerte en cruz de Jesús.
Pero
lo central en este diálogo es la frase que Jesús pronuncia: “Mi Padre trabaja y
Yo también trabajo”, porque allí establece la unidad de acción entre Él y Dios
Padre: Él es Dios como su Padre, y Él puede obrar estos milagros como el que
acaba de ejecutar porque lo conoce y lo conoce porque procede del Padre desde
la eternidad. Jesús es Dios Hijo porque es consubstancial al Padre, posee la
misma substancia divina, y por eso obra con el Padre y eso explica su frase: “Mi
Padre trabaja y Yo también trabajo”. Si Jesús obra el milagro de curar al
paralítico, es que el Padre obra junto con Jesús, porque no hay ninguna obra
divina que el Hijo no haga junto con el Padre; el Hijo hace todas las cosas “de
la misma manera” que el Padre, y no simplemente de la manera en que el cerebro
y la mano del hombre obran conjuntamente al escribir[3].
“Mi
Padre trabaja siempre y Yo también trabajo”. El paralítico del pórtico de las
ovejas, Betsaida, o “Casa de la misericordia”[4],
recibió un milagro admirable, obrado por el Verbo de Dios hecho hombre, Jesús,
realizado en conjunto con el Padre, porque como vimos, no hay obra divina que
no sea realizada por el Hombre-Dios, que no sea hecha junto al Padre. Nosotros no hemos recibido un milagro semejante, pero no
por no eso podemos considerarnos menos afortunados. Al contrario, somos inmensamente más afortunados que el hombre del Evangelio porque en la Iglesia, verdadera “Casa
de la Misericordia”, nosotros, ovejas del rebaño de Dios, recibimos, día a día,
un milagro que supera infinitamente toda curación física y es la obra conjunta
del Padre y del Hijo, la transubstanciación de las especies eucarísticas, por la
cual desciende el Espíritu Santo, no a la Piscina de Siloé, sino al altar
eucarístico, no para mover las aguas y
dotarlas de poder curativo, sino para convertir el pan y el vino en el Cuerpo y
la Sangre del Cordero, que conceden, a los que yacen paralizados en sombras de
muerte, la Vida divina.
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