(Domingo V – TP – Ciclo B – 2012)
“Yo Soy la Vid, ustedes los sarmientos”
(cfr. Jn 15, 1-8). Para graficar cómo
es nuestra relación con Él, Jesús utiliza la imagen de la vid y de los
sarmientos: así como el sarmiento recibe de la vid, mientras está unido a
esta, toda su linfa vital, y así puede dar fruto, así el cristiano, cuando está
unido a Cristo por la fe, por la gracia y por la caridad, da también frutos de
santidad.
Pero del mismo modo a como el
sarmiento, cuando es separado de la vid, deja de recibir la linfa y termina por
secarse, con lo cual tiene que ser quemado porque ya no sirve, así también el
cristiano, cuando se aparta de la
Vid verdadera, Jesucristo, al dejar de frecuentar los
sacramentos, o al no practicar su fe, y no vivir en consecuencia la caridad,
termina por apagarse en él la vida divina, y así no solo deja de dar frutos de
santidad, sino que comienza a dar frutos amargos, de malicia.
Es el mismo Jesucristo quien
lo advierte: el que permanece unido a Él, da frutos de santidad, es decir, de
bondad, de misericordia, de compasión, de alegría. Quien permanece unido a
Cristo por la fe y por la gracia, recibe de Él la vida divina, la vida del
Espíritu Santo, vida que se manifiesta en hechos y actos concretos del alma que
está en gracia: paciencia, bondad, afabilidad, comprensión, caridad, compasión,
sacrificio, esfuerzo, donación de sí mismo a los demás, espíritu de
mortificación, silencio, oración, piedad, perdón, humildad, veracidad.
Quien se aparta de
Jesucristo, por el contrario, no puede nunca dar frutos de santidad, porque al
no estar unido a Cristo, deja de recibir el flujo vital del Espíritu Santo, y
así el alma queda sometida a sus propias pasiones y, lo que es más peligroso,
al influjo y al poder tiránico del demonio. El cristiano sin Cristo, da amargos
frutos: pelea, discordia, calumnias, envidia, pereza, orgullo, soberbia, bajas
pasiones, avaricia, etc.
Quien no está unido a
Cristo, no solo deja de recibir la linfa vital de la gracia, que hace
participar de la vida misma de Dios Trino por medio del Espíritu Santo, sino
que empieza a dar los amargos frutos de las bajas pasiones humanas, que nacen
del corazón sin Dios, y del influjo directo del demonio, que hace presa fácil
del alma alejada de Dios.
Pero hay algo más en la
permanencia del alma a Cristo por la fe y la gracia de los sacramentos: el alma
obtiene de Dios lo que le pide: “Yo Soy la Vid, ustedes los sarmientos (…) Si permanecen en
Mí, pidan lo que quieran, y lo obtendrán”.
“Pidan lo que quieran, y lo obtendrán”, y esto quiere decir que lo que el alma
pida a Dios, eso lo obtendrá –por supuesto, ante todo, beneficios espirituales,
el primero de todos, que se cumpla la santísima voluntad de Dios en la vida
propia y de los seres queridos-, y esto es debido a que, como dice una santa,
el que pide, unido a Cristo, “es como si Dios mismo pidiera a Dios”. Sabiendo
esto, al menos por interés, sino es tanto por amor, ¿por qué no permanecer
unidos a Cristo? ¿Por qué ceder a las tentaciones y caer en pecado? ¿Por qué
negarse a perdonar al enemigo? ¿Por qué negarse a pedir perdón, cuando es uno
el que ha ofendido al prójimo? ¿Por qué negarse a vivir la paciencia, la
caridad, el amor, la comprensión? ¿Por qué negarse a la oración, y ceder la
tentación de la televisión, de Internet, de los atractivos del mundo sin
sentido y vacíos de todo bien espiritual?
“Yo Soy la Vid, ustedes los sarmientos.
Si permanecen unidos a Mí, darán mucho fruto”. Jesús quiere que los sarmientos,
al recibir la savia vital, se conviertan en fecundos ramos de uva de dulce
gusto; quiere que las almas, al recibir la savia que es el Espíritu Santo que
se derrama desde su Corazón traspasado, se conviertan en hijos de Dios, que
sean imágenes vivientes del Hijo de Dios y que esa imagen no sea sólo de
palabra, sino en hechos de bondad y de misericordia. De nosotros depende que
ese flujo de vida divina recibido en los sacramentos, y principalmente en la comunión
eucarística, no se agoste en un sarmiento seco, sino que fructifique para la Vida eterna.
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