sábado, 18 de diciembre de 2010

Adviento es esperar con alegría al Mesías que vino en Belén, que viene en la Eucaristía, que vendrá al fin del mundo


El Adviento es el tiempo en el que la Iglesia, por medio del misterio de la liturgia, se coloca en un estado de de expectación por la llegada del Mesías, similar a la expectación con que esperaban al Mesías los justos del Antiguo Testamento.

Si bien Cristo ya ha cumplido su misterio pascual de muerte y resurrección, y si bien reina glorioso en los cielos, por el Adviento la Iglesia, que espera la Segunda Venida en gloria, se introduce en el misterio del Hombre-Dios para participar, por la liturgia, de la Espera de su Primera Venida, y así el clima espiritual es el de los justos del Antiguo Testamento que esperaban al Mesías.

Es en este contexto de “espera” del Mesías que viene, que Isaías exclama: “Si rasgaras los cielos y descendieras” (cfr. Is 63, 19). El Profeta Isaías hace esta súplica, que es un deseo esperanzado, luego de comprobar no sólo el vacío que es el mundo sin Dios, sino ante todo, luego de contemplar, iluminado por el Espíritu de Dios, la inmensa majestad del Ser divino. Isaías contempla, en éxtasis, a Yahvéh, en su trono de gloria, adorado por los ángeles, y describe la alabanza trinitaria que los ángeles tributan a Dios: “…vi al Señor sentado en un trono excelso y elevado, y sus haldas llenaban el templo. Unos serafines se mantenían erguidos por encima de él; cada uno tenía seis alas: con un par se cubrían la faz, con otro par se cubrían los pies, y con el otro par aleteaban, y se gritaban el uno al otro: «Santo, santo, santo, Yahveh Sebaot: llena está toda la tierra de su gloria.». Se conmovieron los quicios y los dinteles a la voz de los que clamaban, y la Casa se llenó de humo (Is 6, 2-4).

En su visión extática de Yahvéh, Isaías anticipa, ya desde el Antiguo Testamento, la revelación que hará Jesucristo: Dios es Uno y Trino; de ahí el triple “Santo” de los serafines, cántico angelical en los cielos, que a su vez es continuado por la Iglesia en la tierra, que entona el triple “Santo” antes de la consagración eucarística. Para la Iglesia, la consagración eucarística es el equivalente a la visión en la gloria de Isaías, porque es la Trinidad la que se hace presente en el altar, obrando la obra de la redención: Dios Padre envía a su Hijo al altar, a la cruz del altar, para que Dios entregue su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad en la Eucaristía, y así donarnos el Espíritu Santo, que incorporándonos al Cuerpo de Cristo, nos lleva, en un movimiento ascendente, a la comunión con el Padre.

Luego de contemplar, arrobado en éxtasis, la majestad del Ser divino, Isaías es devuelto a la tierra, y la inevitable comparación que surge entre el ser creado, limitado, finito, participado, y el Ser Increado de Dios, ilimitado, infinito en su perfección, en su hermosura, en su belleza, en su majestad, hace que Isaías prorrumpa en un lamento que es un gemido, en un gemido que es el deseo más profundo de su corazón: “Si rasgaras los cielos y descendieras”.

Toda la hermosura de la creación es igual a la nada, comparada con la hermosura del rostro trinitario de Dios que el Profeta ha contemplado en éxtasis, y por eso exclama: “Si rasgaras los cielos y descendieras, ante Tu faz los montes se derretirían”.

El Profeta Isaías clama a Dios, y le suplica que rasgue los cielos y descienda, pero Dios no rasga los cielos y no baja.

El tiempo de Adviento es el equivalente, para la Iglesia, a la espera del Profeta Isaías: por la liturgia del Adviento, la Iglesia se coloca en la situación de ansiosa y gozosa espera del Salvador, y por eso, Ella también exclama, en Adviento, con el Profeta: “Si rasgaras los cielos y descendieras”.

Adviento es el tiempo en el que, luego de meditar acerca del vacío y de la oscuridad del corazón humano sin Dios, la Iglesia, contemplando el misterio de Dios, clama por su Presencia.

Al igual que Isaías, la Iglesia clama en Adviento: “Si rasgaras los cielos y descendieras”, y Dios, escuchando el clamor de la Iglesia, más que rasgar los cielos, atraviesa, como un rayo de sol atraviesa un cristal, un cielo virginal, muy particular, el seno virgen de María, para llegar a esta tierra envuelto en el cuerpo de un Niño.

Y si tenemos en cuenta las palabras de los santos, que dicen experimentar que sus corazones se “derriten” de amor ante ese horno ardiente de Amor eterno que es el Corazón de Jesús, entonces, para Navidad, la frase del Profeta Isaías quedaría así: “Si rasgaras los cielos y descendieras, ante Tu Faz los corazones se derretirían”.

Es en la Santa Misa en donde la súplica del Profeta, y la súplica de la Iglesia: “Si rasgaras los cielos y descendieras”, se hace realidad, ya que para la Iglesia, este descenso del Mesías, verificado hace dos mil años, se perpetúa y se prolonga en la Santa Misa: es en la Santa Misa en donde el Mesías, Jesucristo, baja de los cielos, y desciende hasta la Eucaristía, para llegar a esta tierra oculto en la apariencia de pan.

Si el clima espiritual del Adviento es el clima del Antiguo Testamento, debe estar presente la alegría, porque sabían que el Mesías habría de traer al mundo algo nuevo, desconocido para el hombre: la llegada del Mesías significaría el inicio de la era mesiánica y el inicio d eun nuevo reino, un reino proveniente del cielo, que sería un reino de justicia, de paz, de alegría, de fraternidad universal entre los hombres, porque los hombres serían todos congregados en Jerusalén, adonde subirían para adorar al único y verdadero Dios.

El reino del Mesías significaría también la derrota de las tinieblas y del mal, porque el Mesías iluminaría al mundo con su luz, la luz de Dios.

La llegada del Mesías significaba el inicio de una nueva era para el hombre, caracterizada por el amor de Dios, por la alegría y la felicidad del hombre en Dios.

Esa alegría mesiánica, venida del cielo, es la que anuncian los ángeles: “Les anuncio una gran alegría: hoy os ha nacido un Salvador” (cfr. Lc 2, 1-14). La alegría profetizada, que esperaban ver realizada los justos del Antiguo Testamento, se concreta y se manifiesta en el Nacimiento del Niño de Belén, y se concreta y se manifiesta en la prolongación del Nacimiento, la Presencia de Cristo en la Eucaristía, y ésta es la alegría que alegra los días de la Iglesia, una alegría que será plena y absoluta cuando el Mesías sea visible por toda la humanidad, en el inicio del Día sin ocaso, la eternidad, al fin del mundo.

Mientras tanto, los que vivimos en los días y en el tiempo, debemos obrar la misericordia, de modo tal de alcanzar misericordia, cuando el tiempo termine: “Los días de esta vida nos han sido concedidos como un armisticio, para enmendar el mal, como dice el Apóstol: ‘¿No sabes que la paciencia de Dios te induce a penitencia?’ Si queremos eludir los castigos del infierno y llegar a la vida eterna, mientras haya tiempo y permanezcamos en este cuerpo (…) debemos apresurarnos a hacer lo que sea provechoso para la eternidad”[1]. Y lo provechoso para la eternidad es la oración, los sacramentos, y la misericordia para con el prójimo más necesitado: esta debe ser la manera en la que el cristiano espera a su Redentor.

Adviento entonces es esperar, con la alegría de las obras y de la fe, al Mesías que vino, oculto en el cuerpo de un Niño, en Belén; es esperar al Mesías que viene, oculto bajo las apariencias de pan, en la Eucaristía; es esperar al Mesías que vendrá, resplandeciente de luz y de gloria, al fin del mundo, a juzgar a la humanidad.


[1] Reg. S. Ben., Prol., 94-98; 109-115.

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