domingo, 31 de julio de 2011

Jesús multiplicó los panes y los peces



“Jesús multiplicó los panes y los peces” (cfr. Jn 6, 1-15). La multitud, que ha ido a escuchar a Jesús, llegado el mediodía, se encuentra con hambre. No hay recursos materiales para alimentarla mínimamente, dado el elevado número de sus integrantes –“Doscientos denarios no bastarían para que cada uno comiera un pedazo de pan”, dice Felipe-, y se encuentran lejos de algún lugar poblado en el que podrían alimentarse.

Frente a esta situación, Jesús multiplica panes y peces para que la multitud pueda saciar su hambre. Su acción podría interpretarse como el gesto de un hombre de Dios que se apiada de la multitud, que tiene hambre, y por eso le da de comer: el gesto de Jesús surge luego del diálogo con Felipe, del cual resulta que la multitud es muy grande, está hambrienta, y no hay nada para alimentarla.

El milagro de Jesús, si bien sacia a la multitud en su hambre corporal, es algo mucho más grande que el simple dar de comer a una multitud hambrienta: mucho más que eso, es la prefiguración de una multiplicación inconmensurablemente más prodigiosa y asombrosa, la multiplicación de su cuerpo y de su sangre en el altar.

Multiplicación del pan material, saciedad del hambre corporal, y saciedad del espíritu por la palabra escuchada que pronuncia Jesús, signo de un prodigio mucho mayor: la multitud va para escuchar la palabra de Jesús, y recibe, por el milagro de Jesús, además de la palabra, el sustento para el cuerpo, y recibe además un signo de que, más que su apetito corporal, lo que le será satisfecho en adelante, gracias al sacrificio de Jesús en la cruz, será su apetito espiritual, su sed y su hambre de Dios.

Todo esto que hace Jesús por la multitud de la que habla el evangelio, aún en su grandeza, es poco, comparado con el milagro maravilloso que obra la Iglesia en el altar.

Si el milagro de Jesús de multiplicar panes y peces es algo grandioso y demostrativo de su poder divino –sólo Dios con su omnipotencia puede crear la materia a nivel atómico y molecular de modo que donde no había nada, ahora comience a existir la materia que constituye a los panes y a los peces-, la Iglesia hace algo mucho más grande que multiplicar panes y peces, porque multiplica la Presencia sacramental de Dios Hijo: multiplica el Pan Vivo bajado del cielo, el maná verdadero, y multiplica, en vez de la carne blanca de un pez muerto, la carne roja y viva, llena de la gloria de Dios, del Cordero Inmaculado.

Y es para pre-figurar y anticipar este grandioso milagro eucarístico, obrado por su Iglesia, que Jesús hace este milagro con su poder de Hombre-Dios.

Jesús no lo hace con la simple intención de solucionar el problema no previsto por sus discípulos, ni con la sola intención de saciar el apetito corporal de la muchedumbre.

Su milagro es una figura y un tipo del ese milagro aún más asombroso, la multiplicación de su cuerpo en el seno de la Iglesia. Solo que para este milagro el escenario es distinto, diverso al prado donde se congrega la multitud de cinco mil: el lugar, un altar de piedra en una iglesia cualquiera; la muchedumbre, mucho más que cinco mil, ya que toda la Iglesia está hambrienta de ese pan; lo que se dispone, es nada más que pan sin levadura y vino traído de la vid, y sin embargo, Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, obra el milagro más grande que ni siquiera pueda concebirse: multiplica, en el pan ofrecido en el altar, su cuerpo y su sangre, y lo da a toda la multitud, dispersa a lo largo de toda la tierra, y junto con este Pan, dona su Espíritu Santo.

Este milagro de la multiplicación de su cuerpo y de su sangre, la Eucaristía, y el don añadido de su Espíritu Santo, es infinitamente más grandioso y sublime que dar de comer a cinco mil personas panes y peces, lo cual demuestra que la misericordia de Dios para con nosotros no tiene límites.

Jesús multiplica pan y pescado; la Iglesia multiplica Pan Vivo y Cordero.

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