viene al alma
luego de combatir
espiritualmente,
con la gracia de Cristo,
al Príncipe de este mundo.
“No he venido a traer la paz” (cfr. Mt 10, 34 - 11,1). Esta frase de Jesús parece en abierta contradicción con la que dice a sus discípulos en la Última Cena, antes de la Pasión: “Mi paz os dejo, mi paz os doy, no como la da el mundo”. Tanto es así, que la Iglesia toda le pide la paz: “Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, danos la paz”. ¿Cómo puede pedir la Iglesia algo que Jesús no ha venido a dar?
“No he venido a traer la paz” “Mi paz os dejo, mi paz os doy”. ¿Cuál es la frase verdadera? O, dicho de otro modo, ¿por qué Jesús parece contradecirse?
Jesús no se contradice, y ambas frases son verdaderas. Cuando Jesús dice: “No he venido a traer la paz”, es porque Él, Dios en Persona, declara la guerra a las oscuras fuerzas del infierno que pueblan la tierra y que provocan discordia entre los hombres. El mal anida en el corazón humano, a causa del pecado original, y el ángel caído, aprovechándose de esa situación de debilidad, actúa de modo insidioso, para enemistar a los hombres con Dios y entre sí. El demonio es el “Príncipe de este mundo”(cfr. Jn 12, 31), y como tal, posee un inmenso ejército de ángeles apóstatas, cuyo único objetivo es conquistar la mayor cantidad de almas posibles, antes de ser precipitados para siempre en el infierno.
Jesús, el Rey pacífico, manso y humilde, que entra como Rey en Jerusalén montado en una cría de asno, le declara la guerra a Satanás y a los ángeles caídos, y es este el sentido de su frase: “No he venido a traer la paz”, porque desde su Venida, quien se convierta a Él, se enfrentará a su prójimo, incluso aquellos que forman su familia biológica: “He venido a enemistar al hombre con su padre, a la hija con su madre”.
De estas palabras se ve, claramente, que Jesús no es un pacifista a ultranza, sino que viene a enemistar a unos con otros, pero no en el mismo sentido en el que lo hace el Enemigo de la raza humana, el demonio. La enemistad surge entre aquellos que son sus discípulos, los hijos de Dios, y los hijos de las tinieblas (cfr. Ef 6, 12). Pero como se trata de una batalla y de una lucha espiritual y no material, contra los enemigos del hombre, los ángeles caídos, el cristiano no está llamado a combatir con armas materiales, sino espirituales –fe, caridad, esperanza, oración, ayuno, sacramentos-, y el arma principal que ha de usar en esta tremenda batalla, tampoco es material, ni tiene municiones de pólvora: el arma del cristiano es el Amor de Cristo, donado en la cruz a través de su Sangre derramada. Es por esto que para el cristiano no tienen ya lugar ni la venganza al estilo de los paganos, ni la justicia de la ley del Talión, sino sólo y únicamente el Amor de Cristo crucificado, que nos perdona desde la cruz y nos manda perdonar y amar a nuestros enemigos, así como Él nos ha amado y perdonado: “Ama a tus enemigos”.
“No he venido a traer la paz”. La guerra de Cristo, desarrollada con el arma espiritual del Amor divino, conduce a la paz, y debe ser combatida todos los días de la vida, hasta el momento de la muerte, para ganar las almas de nuestros seres queridos para la eternidad feliz en la Trinidad.
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