viernes, 21 de octubre de 2016

“Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano”


(Domingo XXX - TO - Ciclo C – 2016)

“Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano” (Lc 18, 9-14). Jesús narra la parábola del fariseo y el publicano, para que nos demos cuenta de cómo ve Dios a las almas que se creen justas ante los hombres, pero que ante sus ojos no lo son: “Refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo esta parábola”. En la parábola, dos hombres “suben al Templo para orar”: uno es fariseo y el otro, publicano. El fariseo es un hombre religioso, es decir, es alguien que conoce la Palabra de Dios, que hace oración y que está en el templo todos los días. Debido a esta actividad religiosa, el fariseo se enorgullece de sí mismo y se ensoberbece, creyéndose justo ante Dios y mejor que los demás hombres, y por eso es que su oración refleja esta soberbia ante Dios y el desprecio hacia los hombres: “El fariseo, de pie, oraba así: ‘Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas’. El fariseo cree que es agradable a los ojos de Dios y que es superior a los otros hombres, pero en el mismo momento en el que hace esta oración, llena de soberbia, se vuelve despreciable a los ojos de Dios, al tiempo que, creyéndose mejor que los otros hombres, se coloca, en realidad, en el último lugar, a causa de su falta de caridad.
Por el contrario, el publicano, que no frecuentaba tanto el Templo, ni hacía tanta oración, se considera por lo mismo injusto ante Dios, porque conoce su condición de pecador, y se considera inferior a los demás hombres, porque los demás son mejores que él, que es un pecador: “(El publicano) manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: ‘¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!’. En el mismo momento en el que se humilla ante Dios y se coloca en el último lugar con respecto a los hombres, en ese mismo momento, pasa a estar en primer lugar, tanto a los ojos de Dios, como de los hombres, por ese acto de humildad, que es justamente lo inverso a lo que sucede con el fariseo. Es esto lo que dice Jesús: “Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado”.
“Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano”. Con esta parábola, Jesús ensalza la virtud de la humildad, no solo en el publicano, sino en sí misma y es una de sus virtudes más preciadas a los ojos de Dios; tanto, que Él mismo aconseja en el Evangelio que la adquiramos de Él: “Aprended de Mí, que soy humilde y manso de corazón” (Mt 11, 29). La razón es que Jesús no quiere que simplemente seamos virtuosos, sino que la humildad es el modo humano que mejor manifiesta la perfección infinita del Ser divino trinitario. En otras palabras: Jesús es humilde porque es Dios, porque Dios, en su perfección infinita, se manifiesta como humilde, cuando se encarna, cuando se hace hombre sin dejar de ser Dios.
De todas las múltiples virtudes de Jesús, una de las principales es la humildad, lo cual significa que quien desea ser humilde y trabaja para ello, participa, en mayor o menor medida, de la humildad de Jesús, que es la perfección de Dios Trino manifestada en la naturaleza humana. Entonces, cuando Jesús nos anima a imitarlo en su humildad –y en la virtud conexa, la mansedumbre-, no lo hace porque simplemente quiere que seamos “mansos y humildes”, sino que quiere que seamos “como Él”, que es Dios hecho hombre: Jesús quiere que seamos “mansos y humildes” como Dios es manso y humilde, y esta es la razón por la cual el publicano sale del Templo justificado a los ojos de Dios, porque al reconocerse pecador y el último entre los hombres, lo puede hacer gracias a la virtud de la humildad que, como tal , es participada de Jesucristo. La humildad del cristiano es participación a la humildad de Cristo, y esto es lo que justifica al alma a los ojos de Dios.
Lo opuesto a la humildad es la soberbia la cual, por otra parte, no es simplemente una virtud opuesta a la humildad: es el pecado capital del diablo en el cielo, pecado por el cual pretende, de modo irracional y absurdo, igualarse a su Creador, y es el pecado que lo lleva a perder la gracia santificante con la que había sido creado y a perder la inteligencia angélica, convirtiéndose en el acto en un ser depravado, soberbio, insolente y, fundamentalmente, mentiroso. La soberbia del fariseo, que es participación a la soberbia demoníaca, es lo que vuelve al hombre impío a los ojos de Dios, al tiempo que lo pone en el último lugar entre los hombres.

“Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano”. La enseñanza de la parábola es que lo que hace agradable al alma, a los ojos de Dios, es la humildad, mientras que lo que la vuelve despreciable a sus ojos, es la soberbia. Si queremos ser agradables a los ojos de Dios, debemos humillarnos ante Jesús crucificado, humillado por nosotros, y convertirnos en servidores de nuestros hermanos.

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