"Se realizaron unas bodas en Caná de Galilea" (cfr. Jn 2, 1-11). Jesús y la Virgen son invitados a unas bodas en Caná de Galilea. En el transcurso de las mismas, se produce un imprevisto para los esposos: se quedan sin vino. La falta de vino en unas bodas significa un gran contratiempo, pues no puede ser reemplazada por cualquier bebida, debido a la condición misma del vino, la de ser una bebida de especiales características, que se usa para ocasiones especiales y para grandes ocasiones. Debido a que es algo costoso y que se obtiene con mucho sacrificio, y porque "alegra el corazón del hombre", como dice la Escritura (cfr. Sal 104, 15), es muy apreciado. Su presencia le da a la fiesta un carácter más alegre, mientras que su ausencia disminuye en algo ese tono festivo.
La Virgen María se da cuenta de lo que ha sucedido, y se lo dice a su Hijo Jesús: "Hijo, no tienen más vino", pero Jesús, contrariamente a lo que podría parecer, no quiere saber nada de lo sucedido: "¿A ti y a mí, qué, mujer?", es decir: "Si se han quedado sin vino, eso no es asunto ni tuyo, ni mío, Madre". Jesús no puede ser más directo en demostrar su desinterés por la situación, y es Él mismo quien aclara el motivo de su desinterés: "Mi hora no ha llegado". No es la hora dispuesta por el Padre eterno, y es por eso que Jesús no quiere hacer el milagro. Sin embargo, ante la insistencia de su Madre, la Virgen, termina por hacer el milagro, convirtiendo el agua de las tinajas en vino, adelantando la hora dispuesta por el Padre.
En este episodio evangélico, con su milagro, hay varias enseñanzas venidas de lo alto: por un lado, el poder de la intercesión de la Virgen ante su Hijo Jesús: es tan grande el poder intercesor que tiene la Virgen, que Dios Hijo, en acuerdo con Dios Padre, decide adelantar la hora fijada para su manifestación ante el mundo, y realiza su primer milagro público.
De esto aprendemos a tener una grandísima confianza en la Virgen y en su poder de intercesión ante su Hijo Jesús por nosotros; y si María obtuvo de su Hijo un milagro menor, como el de convertir el agua en vino, para dar contento a unos esposos, ¿no habrá de interceder, acaso, por algo mucho más importante, como el milagro de la conversión propia, de los seres queridos, y de todos los pecadores? Y si Jesús accedió a obrar un milagro menor, la conversión de agua en vino, por pedido de su Madre, porque no era su hora, y aún no teniendo Él la disposición para hacerlo, expresando directamente su desinterés, ¿no accederá a hacer el milagro de la conversión que le pidamos, por intermedio de la Virgen, cuando ya ha llegado la hora de la salvación, y cuando Él ha demostrado, donando su Sangre desde su Corazón traspasado, que quiere salvar a todos porque esa es la voluntad explícita de Dios Padre?
Por otro lado, en este milagro de la conversión del agua en vino se puede ver una alegoría a la diferencia que hay entre el matrimonio natural, el que se verifica entre los paganos, y el matrimonio sacramental: la diferencia es la misma que la diferencia que hay entre el agua y el vino.
En el matrimonio natural, el celebrado entre paganos, en donde no hay unión sacramental, no se da la incorporación mística de los esposos a la unión sobrenatural y mística que se da entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa, y por lo tanto, no hay ese flujo de gracia divina que de esta unión surge. En el matrimonio natural, los esposos se unen con un amor natural, y ante la sociedad son un signo que manifiesta la sabiduría de Dios, que ha creado al hombre varón y mujer para que el fruto de su amor se corone con los hijos. En el matrimonio sacramental, por el contrario, los cónyuges se vuelven partícipes y reciben un amor sobrenatural, celestial, divino, el amor de Cristo Esposo por su Esposa la Iglesia, y se vuelven ante el mundo signo de ese amor sobrenatural, que debe poseer sus mismas e idénticas características: como el amor de Cristo por su Esposa, la Iglesia, el amor de los esposos cristianos debe ser fiel, casto, puro, indisoluble, fuerte, y tan fuerte, que sea capaz de llevar a la cruz. Pero además, en el matrimonio sacramental, los esposos
Se puede ver también una alegoría sobre lo que significa tener fe y no tenerla: la ausencia de fe hace al alma insípida, como el agua, mientras que la presencia de la fe convierte al alma en algo delicioso, como el vino. En el mundo de hoy, sobre el que se han abatido las tinieblas más densas que haya conocido la humanidad, las tinieblas del ateísmo, del indiferentismo, del rechazo y de la negación de Dios, se produce una situación similar a la de las bodas de Caná: se ha terminado el vino de la fe, no hay más fe en los corazones, no hay más caridad, y así, la frase de la Virgen: “Hijo, no tienen más vino”, se convierte en: “Hijo, no tienen más fe”. Y Jesús, atendiendo al pedido de su Madre, sólo porque es Ella quien se lo pide, obrará el prodigio de la conversión en las almas, derramando la sangre que brota de su Corazón traspasado en la cruz sobre los corazones de los hombres.
Por último, se puede ver una anticipación del más grande milagro, prefigurado en la conversión del agua en vino, y es el de la conversión del vino de la misa en la Sangre del Cordero, prodigio realizado por la Iglesia, a través del sacerdocio ministerial. Así como Cristo, Hombre-Dios, convirtió el vino en agua a través de su humanidad, comunicándole a esta el poder divino, así la Iglesia Santa, a través del sacerdote ministerial, convierte el vino del altar en la sangre del Cordero, por medio del poder del Espíritu Santo, que desciende en la consagración.
No hay comentarios:
Publicar un comentario