“El que quiera venirse conmigo que tome su cruz y me siga” (cfr. Mc 8, 34ss). El seguimiento de Jesucristo no puede ser de cualquier modo: implica un gran esfuerzo, un gran sacrificio, y tan grande sacrificio, que cuesta la vida misma, porque la cruz es para seguir a Jesús camino del Calvario. Seguir a Jesús no es nunca una tarea fácil, porque lleva consigo el combate de las pasiones sin control, la erradicación de los vicios y la muerte del hombre viejo, como pasos previos para el nacimiento del hombre nuevo, el hombre regenerado por la gracia, el hombre que nace con un nuevo modo de nacer, con el “nacimiento de lo alto” (cfr. Jn 3, 3-7), es decir, del seno mismo de Dios Padre.
Seguir a Jesús quiere decir tomar la cruz y seguirlo camino del Calvario, para ser crucificado con Él, para que las pasiones, los vicios, el corazón oscuro, mueran todos en la cruz, para que así nazca el hombre celestial, el hombre que, estando en el mundo, no es del mundo (cfr. Jn 15, 18-21), porque ha nacido de lo alto y está destinado a los cielos eternos.
Tomar la cruz y seguir a Jesús quiere decir luchar contra la propia impaciencia, contra el enojo, contra el rencor, contra la pereza, contra la avaricia, contra la codicia, contra la envidia, contra la indiferencia hacia el prójimo más necesitado, y todo esto, no simplemente para ser “mejores”, o “más virtuosos”, o “más buenos”, sino para recibir la plenitud de la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios. La crucifixión es el requisito indispensable y necesario para que la gracia penetre en el alma y la ilumine con la luz divina, transformándose para el alma en un nuevo principio vital, que informa el ser del hombre y lo guía hacia la vida eterna.
Muchos pueden creer que el cristianismo es algo fácil, que basta con recibir el bautismo, y con hacer la comunión y la confirmación, para luego continuar como si nada hubiera pasado, como si nada se hubiera recibido. De hecho, en la actualidad, la gran mayoría de los bautizados vive como si nada hubiera recibido, como si no hubieran sido hechos hijos de Dios por el bautismo, como si nunca hubieran ido a catecismo, como si nunca hubieran comulgado. La gran mayoría de los bautizados vive como si Cristo no existiera, como si Él jamás los hubiera llamado a tomar su cruz y seguirlo camino del Calvario.
Pero son muchos también los cristianos que piensan que para el seguimiento de Cristo basta con venir a misa, con comulgar, con confesar, pero sin hacer el más mínimo esfuerzo por negarse a sí mismos, por luchar contra las pasiones, contra los vicios, incluso contra las imperfecciones. Muchos creen que basta con comulgar cada tanto, y que con eso ya son cristianos, pero no se preocupan por obrar la misericordia para con el prójimo: si son esposos, no se preocupan por perdonarse mutuamente; si son padres, no se preocupan porque sus hijos recen; si son hijos, no se preocupan por honrar a sus padres; si son hermanos, no se preocupan por amarse con verdadero amor fraterno.
“El que quiera venirse conmigo que tome su cruz y me siga”. El seguimiento de Cristo implica la agonía y la muerte, no de la vida terrena, que eso lo dispone Dios, sino de las pasiones, de los vicios y de las malas inclinaciones. Sólo quien luche contra sí mismo, y busque ser misericordioso para con el prójimo, será quien muera con Cristo en la cruz, en el Calvario, y nazca a una vida nueva, la vida de hijos de Dios, la vida eterna, que comienza en esta vida, en este tiempo, pero que se despliega en toda su plenitud y en toda su intensidad en la vida eterna.
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