“Amar a Dios y al
prójimo es el mandamiento más importante” (Mc 12, 28-34). En este mandamiento
está resumida toda la Ley Nueva de la caridad de Jesucristo; es el mandamiento
en el cual se concentran todos los demás, y por el cual todos los demás
alcanzan su máxima plenitud. La razón por la cual en el mandamiento del Amor se
cumple toda la ley, es que “Dios es Amor”, y por lo tanto sólo quien ama –a Dios
y al prójimo- se vuelve semejante a Dios-Amor; sólo quien crea actos de amor,
que son una participación al Gran Acto de Amor eterno que es Dios en sí mismo,
puede unirse a ese Dios-Amor. Quien no posee amor –porque no quiso, libremente,
crear actos de amor, tanto a Dios como al prójimo-, ese tal no puede participar
del Gran Amor Increado que es Dios Uno y Trino.
Cuando Jesús nos ordena “amar a Dios y al prójimo”, no nos está
ordenando algo contrario a nuestra naturaleza humana, ni nos está ordenando
hacer algo de modo forzado o ajeno a nuestro más íntimo ser; por el contrario, nos
está estimulando a que pongamos por acto aquello para lo cual fuimos creados:
el amor. Fuimos creados por el Amor para amar y así hacernos partícipes del
Amor Increado, y es por esto que en el amor –espiritual, puro, amor de Cruz,
como el de Jesús- encontramos la plenitud de nuestro ser y la realización plena
de nuestro deseo de ser felices.
Por el contrario, la negación del Amor debido a Dios y al
prójimo –a Dios se lo debe amar por ser quien Es, Dios de majestad infinita, y
al prójimo, porque es la imagen viviente de Dios-, provoca en el alma una gran
desazón, un gran vacío interior, que no puede ser llenado con ningún otro amor
que, dicho sea de paso, al no encuadrarse en el Amor a Dios, es siempre espúreo
y causa de infelicidad.
“Amar a Dios y al prójimo es el mandamiento más importante”.
Quien se decide por vivir el Primer Mandamiento en esta vida, gozará del Amor
eterno de Dios Uno y Trino en la otra vida, para siempre, en una medida y en
una intensidad que no es ni siquiera posible de imaginar, porque todo su ser
creatural quedará absorto en la contemplación de la hermosura inabarcable del Ser
divino trinitario.
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