(Domingo X - TO - Ciclo
C – 2013)
“Mujer, no llores” (Lc
23, 27-31). En el episodio del Evangelio, Jesús se encuentra con un cortejo
fúnebre: se trata del hijo único de una viuda del pueblo de Naím. La escena es
desgarradora, puesto que el dolor abruma a la mujer: ha perdido a su esposo y
ahora ha perdido a su hijo, lo cual quiere decir que ha perdido todo, porque se
trata de un hijo único. Al encontrarla, Jesús la consuela diciéndole: “Mujer,
no llores”. No se trata de un mero consuelo moral; no se trata del auxilio
psicológico, moral y espiritual de quien se compadece de aquel que ha perdido a
un ser querido. Se trata de un consuelo imposible de dar por cualquier
creatura, puesto que a sus palabras le acompaña el milagro de la reanimación o resurrección,
en el sentido de la re-unificación del alma con el cuerpo, resurrección que si
bien será solo temporal –el hijo volverá a morir años más tarde- es sin embargo
una prefiguración de la resurrección en la gloria en la otra vida.
“Mujer,
no llores”. Las palabras de Jesús provocan un profundo impacto en lo más hondo
del ser de la madre del joven muerto, y no se debe a que llegan en un momento
justo, o que es lo que estaba esperando escuchar, como si se tratara de una
frase de ocasión. Tampoco calman su dolor porque Jesús le haya anunciado que
resucitará a su hijo. Las palabras impactan en el alma de la mujer, que hasta
ese momento estaba transida de dolor, porque son las palabras de un Dios que
habla con su voz de eternidad, a través de la humanidad de un hombre que a
simple vista parece como cualquier otro hombre, pero que es en realidad el
Hombre-Dios, Jesús de Nazareth. Las palabras pronunciadas en el tiempo por el
hombre Jesús de Nazareth son palabras pronunciadas en la eternidad por Dios Uno
y Trino, por las Tres Personas de la Santísima Trinidad. Es por esto que al
decirle Jesús a la mujer: “No llores”, no lo está diciendo como una frase de
ocasión, aunque sentida, pero de ocasión, sin poder dar en realidad el
fundamento por el cual no deba llorar. Cuando Jesús le dice: “No llores”, es
Dios Padre quien le dice: “No llores, Yo Soy su Creador, y amo tanto a tu hijo,
que he enviado a mi Hijo Único a que muera en la Cruz para salvarlo. No llores,
porque la Sangre de mi Hijo lo rescatará, en el tiempo y en la eternidad; lo
resucitará por un poco en el tiempo y luego para siempre en la vida eterna”.
Cuando Jesús le dice a la mujer: “No llores”, es Dios Hijo quien le dice: “No
llores. Yo Soy su Redentor, y amo tanto a tu hijo, que he venido a este mundo,
a pedido de mi Padre del cielo, para morir en cruz y destruir la muerte, para
que todos reciban mi Vida, que es la vida eterna. No llores, porque lo uniré a
mi Pasión y Muerte y así su muerte quedará absorbida en la Cruz y cuando eso
suceda, le infundiré la Sangre de mi Corazón traspasado, Sangre que contiene la
Vida eterna. No llores, porque tu hijo por Mí vivirá para siempre y nunca más
te separarás de él”. Cuando Jesús le dice a la viuda de Naím: “Mujer, no llores”,
es Dios Espíritu Santo quien le dice: “No llores. Yo Soy el Amor Santo de Dios,
y amo tanto a tu hijo, que he sido Yo, unido al Padre y al Hijo, quienes hemos
decidido perdonar sus culpas por amor y por amor infundirle nueva vida, la Vida
eterna del Ser trinitario, vida eterna que es en sí misma Amor divino, eterno,
inagotable, incomprensible. No llores, porque las Tres Personas de la Trinidad
amamos a tu hijo inimaginablemente más de lo que lo amas tú, que eres su madre,
y porque lo amamos, por pedido del Padre, lavaremos sus culpas y destruiremos
sus pecados en la Sangre del Cordero, para que así embellecido por esta Sangre
preciosa, sea revestido en el Amor trinitario, Amor que lo hará vivir para
siempre en la feliz eternidad, eternidad que vivirás junto a él para siempre,
para nunca más separarte. No llores”.
Esto
que Jesús dice a la viuda de Naím, nos lo dice a todos los que hemos perdido un
ser querido y esperamos el dulce reencuentro con ellos, en Cristo, por su infinita misericordia.
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