martes, 9 de septiembre de 2014

“¡Felices ustedes, los pobres, porque el Reino de Dios les pertenece!”


“¡Felices ustedes, los pobres, porque el Reino de Dios les pertenece!” (Lc 6, 20-26). Jesús proclama las Bienaventuranzas, y dentro de los bienaventurados, están los “pobres”: “Felices los pobres, porque el Reino de Dios les pertenece”. En contraposición, los desgraciados, los “in-felices”, los “des-venturados”, son los “ricos”, quienes son merecedores de sus “ayes”: “¡Ay de ustedes, los ricos, porque ya tienen su consuelo!”. Todo indica que en la vida eterna, las cosas se invierten totalmente y quienes en esta vida parecen infelices –los pobres, los que carecen de todo-, en la otra vida son felices; por el contrario, quienes en esta vida parecen tenerlo todo y nadar en la abundancia, en la otra vida, sufrirán carestía para siempre. La cuestión entonces pasa por saber qué es ser “pobre” y qué es ser “rico”, porque de eso depende nuestra felicidad eterna. Ser “pobre”, en el lenguaje de Jesús, es, en primer lugar, el pobre material, el que carece de fortuna material, pero no solo eso, puesto que el hombre no es solo materia, sino materia y espíritu; por lo tanto, el pobre que se hace merecedor y acreedor del Reino de los cielos, es aquel que, además de ser pobre de bienes materiales, es pobre de espíritu, es decir, es aquel que se reconoce miserable en sí mismo, carente de bienes espirituales –fortaleza, sabiduría, templanza, bondad, caridad, amor- y, en consecuencia, necesita de Jesucristo, así como un mendigo necesita de las limosnas que un hombre acaudalado y generoso le proporciona misericordiosamente.
Éste es el verdadero “pobre”, el pobre que es pobre doblemente, tanto de bienes materiales, como de bienes espirituales[1], porque ese tal, participa de la pobreza de la cruz de Jesús: allí Jesús es el Rey de los pobres: materialmente, no tiene nada, porque todo lo que tiene, se lo ha prestado Dios Padre, y es lo materialmente necesario para llegar al Reino de los cielos –la cruz de madera, el letrero que dice “Jesús Nazareno, Rey de los Judíos”-, los clavos de hierro, la corona de espinas-, y el paño con el que está cubierto es de su Madre, la Virgen; es decir, nada material le pertenece, y por eso es el Rey de los pobres; pero es también pobre espiritualmente, porque si bien es el Hombre-Dios, en la cruz, Jesús quiere experimentar la agonía del hombre y la muerte, para vencerlas y derrotarlas definitivamente, y por eso se ve despojado de toda la seguridad que le brinda su divinidad, y así Jesús, siendo Dios, experimenta el vacío de la agonía y de la muerte, siente la falta de fuerzas frente a la muerte, para participar de la suerte de la humanidad, para poder restaurarla con su gracia y darle vida con el poder de su Sangre.
“Felices los pobres, porque el Reino de Dios les pertenece”. Los que son verdaderamente pobres de cuerpo y de alma –un rico de bienes materiales también puede ser pobre, si administra sus bienes en favor de los más necesitados-, están también necesitados de alimento, como todo pobre, pero no tanto de alimento terreno, sino de un alimento que no se consigue en la tierra, un alimento de origen celestial, sobrenatural; un alimento que lo proporciona la Santa Madre Iglesia para sus hijos pródigos: el Pan de Vida eterna, el Maná verdadero, el Pan Vivo bajado del cielo, la Carne del Cordero de Dios, el Pan de los ángeles, que contiene en sí todas las delicias, el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús. El pobre que come de este Pan, es el más rico de todos los hombres, porque nada más necesita para ser feliz, ni en esta vida, ni en la otra, y por eso se vuelve heredero del Reino de los cielos, haciéndose acreedor de la Nueva Bienaventuranza proclamada por la Iglesia desde el Nuevo Monte de las Bienaventuranzas, el altar eucarístico: “Bienaventurados, felices, dichosos, alegres, los invitados al banquete celestial; bienaventurados, felices, dichosos, alegres, los pobres que se alimentan de la Eucaristía”.




[1] Contrariamente a lo que sostienen algunos, para quienes los bienaventurados son solo pura y exclusivamente los pobres materiales; para estos, negadores de una realidad trascendente y sobrenatural, el “Reino de los cielos” es inmanente y no trasciende los límites témporo-espaciales del hombre ni de la razón humana.

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