“¡Felices ustedes, los pobres, porque el Reino de Dios les pertenece!” (Lc 6, 20-26). Jesús proclama las Bienaventuranzas, y dentro de los
bienaventurados, están los “pobres”: “Felices los pobres, porque el Reino de
Dios les pertenece”. En contraposición, los desgraciados, los “in-felices”, los
“des-venturados”, son los “ricos”, quienes son merecedores de sus “ayes”: “¡Ay
de ustedes, los ricos, porque ya tienen su consuelo!”. Todo indica que en la
vida eterna, las cosas se invierten totalmente y quienes en esta vida parecen
infelices –los pobres, los que carecen de todo-, en la otra vida son felices;
por el contrario, quienes en esta vida parecen tenerlo todo y nadar en la
abundancia, en la otra vida, sufrirán carestía para siempre. La cuestión entonces
pasa por saber qué es ser “pobre” y qué es ser “rico”, porque de eso depende
nuestra felicidad eterna. Ser “pobre”, en el lenguaje de Jesús, es, en primer
lugar, el pobre material, el que carece de fortuna material, pero no solo eso,
puesto que el hombre no es solo materia, sino materia y espíritu; por lo tanto,
el pobre que se hace merecedor y acreedor del Reino de los cielos, es aquel
que, además de ser pobre de bienes
materiales, es pobre de espíritu, es decir, es aquel que se
reconoce miserable en sí mismo, carente de bienes espirituales –fortaleza,
sabiduría, templanza, bondad, caridad, amor- y, en consecuencia, necesita de
Jesucristo, así como un mendigo necesita de las limosnas que un hombre
acaudalado y generoso le proporciona misericordiosamente.
Éste
es el verdadero “pobre”, el pobre que es pobre doblemente, tanto de bienes
materiales, como de bienes espirituales[1],
porque ese tal, participa de la pobreza de la cruz de Jesús: allí Jesús es el
Rey de los pobres: materialmente, no tiene nada, porque todo lo que tiene, se lo
ha prestado Dios Padre, y es lo materialmente necesario para llegar al Reino de
los cielos –la cruz de madera, el letrero que dice “Jesús Nazareno, Rey de los
Judíos”-, los clavos de hierro, la corona de espinas-, y el paño con el que está
cubierto es de su Madre, la Virgen; es decir, nada material le pertenece, y por
eso es el Rey de los pobres; pero es también pobre espiritualmente, porque si
bien es el Hombre-Dios, en la cruz, Jesús quiere experimentar la agonía del
hombre y la muerte, para vencerlas y derrotarlas definitivamente, y por eso se
ve despojado de toda la seguridad que le brinda su divinidad, y así Jesús,
siendo Dios, experimenta el vacío de la agonía y de la muerte, siente la falta
de fuerzas frente a la muerte, para participar de la suerte de la humanidad,
para poder restaurarla con su gracia y darle vida con el poder de su Sangre.
“Felices
los pobres, porque el Reino de Dios les pertenece”. Los que son verdaderamente
pobres de cuerpo y de alma –un rico de bienes materiales también puede ser
pobre, si administra sus bienes en favor de los más necesitados-, están también
necesitados de alimento, como todo pobre, pero no tanto de alimento terreno,
sino de un alimento que no se consigue en la tierra, un alimento de origen
celestial, sobrenatural; un alimento que lo proporciona la Santa Madre Iglesia
para sus hijos pródigos: el Pan de Vida eterna, el Maná verdadero, el Pan Vivo bajado
del cielo, la Carne del Cordero de Dios, el Pan de los ángeles, que contiene en
sí todas las delicias, el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús. El pobre que
come de este Pan, es el más rico de todos los hombres, porque nada más necesita
para ser feliz, ni en esta vida, ni en la otra, y por eso se vuelve heredero
del Reino de los cielos, haciéndose acreedor de la Nueva Bienaventuranza
proclamada por la Iglesia desde el Nuevo Monte de las Bienaventuranzas, el
altar eucarístico: “Bienaventurados, felices, dichosos, alegres, los invitados
al banquete celestial; bienaventurados, felices, dichosos, alegres, los pobres que se
alimentan de la Eucaristía”.
[1] Contrariamente a lo que sostienen
algunos, para quienes los bienaventurados son solo pura y exclusivamente los
pobres materiales; para estos, negadores de una realidad trascendente y
sobrenatural, el “Reino de los cielos” es inmanente y no trasciende los límites
témporo-espaciales del hombre ni de la razón humana.
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