“Tocamos
la flauta y no bailaron; entonamos cantos fúnebres y no lloraron” (Lc 7, 31-35). Jesús nos presenta una imagen evangélica en la que dos grupos de jóvenes se encuentran en una plaza "hablando unos con otros"; uno de los grupos intenta atraer la atención del otro grupo, para lo cual utiliza dos estrategias musicales opuestas: toca ritmos alegres con la flauta primero, y luego canta "cantos fúnebres", fracasando en ambos intentos, puesto que el segundo grupo de jóvenes permanece indiferente a una y otra actividad. Con el ejemplo de estos jóvenes del segundo grupo de la plaza a los cuales nada les viene bien, porque ya
sea que se comparta con ellos la alegría –tocar la flauta-, o se comparta con
ellos el dolor –entonar cantos fúnebres-, puesto que se mantienen siempre indiferentes permaneciendo aislados en su encierro egoísta, Jesús
ejemplifica a “esta generación”, es decir, la humanidad entera que, como
consecuencia del pecado original, se obstina en rechazar el mensaje de la
salvación que viene de parte de Dios, ya sea en la persona del Bautista, que llama a la penitencia y a la austeridad –no come ni bebe-, o en la Persona misma de Jesucristo, que comparte la mesa con los pecadores –por eso dice Jesús que el “Hijo del hombre, que come y bebe”-. En otras palabras, Dios envía, primero,
al Bautista, que predica un mensaje de austeridad, y es rechazado, porque
predica la austeridad, siendo acusado de “demonio”; luego envía al mismo Mesías
en Persona, que “come y bebe” con los pecadores, y es acusado de “glotón y
borracho”; por eso la humanidad es como estos jóvenes de la plaza, a quienes
nada les viene bien, porque en el fondo, lo que no quieren, es la conversión.
Entonces, si el primer grupo de jóvenes representa a la humanidad caída en el pecado original, el segundo grupo, el que intenta atraer la atención del segundo grupo, representa a su vez a los que anuncian el
Evangelio, es decir, es la Iglesia en su acción misionera y apostólica, que
busca a las ovejas perdidas, a los hombres de todos los tiempos, que heridos
por el pecado original -y en consecuencia, sus mentes oscurecidas perciben con
suma dificultad a la Verdad Absoluta que es Dios y sus voluntades debilitadas
escasamente desean el Bien Infinito que es Dios, pero no se deciden a
conseguirlo por medio de actos concretos-, no atinan a encontrar el camino para
llegar a Dios y los pocos que lo hacen, lo hacen con suma dificultad y luego de
mucho esfuerzo y a costa de grandes sacrificios. Los misioneros son quienes
prolongan a Jesús, Buen Pastor, que desciende con su cayado, la cruz, hasta
este “valle de lágrimas”, para buscar a la oveja perdida, la humanidad, y así
llevarla sobre sus hombros; la Iglesia “se alegra con el alegre”, y “llora con
el que está triste” –es decir, incultura el Evangelio, sin alterar un ápice el
dogma-, pero muchos hombres buscan los más inverosímiles pretextos para no
convertirse, para no dejarse amar por el Amor de Dios, que los busca,
incansablemente, a través de la actividad misionera de la Iglesia.
“Tocamos
la flauta y no bailaron; entonamos cantos fúnebres y no lloraron”. Los jóvenes
del pasaje evangélico representan a la inmensa mayoría de los hombres que,
inmersos en la mundanidad, hacen oídos sordos al mensaje del Evangelio y
prefieren seguir inmersos en el mundo, antes que seguir a Jesucristo por el
camino de la cruz: una simple constatación se puede observar en las iglesias
vacías o semivacías todos los días de la semana, y sobre todo en los días
domingos -Día del Señor, Dies Domini-,
en el que la Santa Misa, el Santo Sacrificio del Altar, la obra más espléndida
y magnífica de la Santísima Trinidad, obra por la cual el Cordero de Dios
renueva, de modo incruento y sacramental, el Santo Sacrificio del Calvario,
entregando su Cuerpo en la Eucaristía y derramando su Sangre en el cáliz -tal
como hace veinte siglos entregó su Cuerpo y derramó su Sangre en la cruz-, sea
despreciada, y más que despreciada, horriblemente ultrajada, menospreciada,
vilipendiada, al ser pospuesta de un modo ignominioso por espectáculos
mundanos, por simple pereza o por actividades que son lisa y llanamente
pecaminosas.
“Tocamos
la flauta y no bailaron; entonamos cantos fúnebres y no lloraron (…) Pero la
Sabiduría es reconocida como justa por todos sus hijos”. Si el mundo no
reconoce a Jesucristo, Presente con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su
Divinidad en la Eucaristía, y si el mundo prefiere hacer oídos sordos a la
actividad misionera de la Iglesia, que por todos los medios a su alcance busca
salvar a la oveja perdida, “los hijos de la Sabiduría”, es decir, los hijos de
Dios, que son también los hijos de la Virgen, sí reconocen en cambio a su Dios
encarnado, Prisionero de Amor en el sagrario, que se dona a sí mismo sin
reservas, en cada Santa Misa. Y, puesto que lo reconocen, los hijos de la
Sabiduría, los hijos de Dios, “creen, esperan, adoran y aman”, por quienes “no
creen, ni esperan, ni adoran, ni aman” –tal como les enseñara el Ángel a los
pastorcitos en Fátima-, mientras esperan su Segunda Venida, y por eso, mientras
creen, esperan, adoran y aman a Jesús en la Eucaristía, los hijos de la Iglesia,
los hijos de la Sabiduría Encarnada, claman por su Venida en la gloria,
diciéndole: “¡Ven, Señor Jesús!” (Ap
22, 20).
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