“Jesús
subió a la montaña a orar (…) luego eligió a sus discípulos (…) expulsó
demonios y curó a la multitud” (Lc
12, 6-19). El Evangelio nos relata que Jesús “subió a la montaña y pasó toda la
noche” en oración. El hecho de “subir a la montaña” tiene un sentido simbólico,
porque significa que el hombre asciende, sube, al encuentro, solitario, con
Dios; además, se trata de un ascenso arduo, difícil, puesto que escalar una
montaña nunca es una tarea fácil, y tampoco lo es la oración en tiempos de
sequedad y aridez, simbolizados en la ascensión. Además de la idea implícita de
sacrificio, el ascenso a la montaña significa también anhelo y deseo de
encuentro a solas con Dios y este encuentro se produce mediante la oración.
El
hecho de que la oración de Jesús se realice en horas de la noche también tiene
un significado simbólico, porque la noche es el momento en el que el hombre
está más desprotegido frente a las acechanzas del espíritu maligno que
aprovecha, de modo artero y traicionero, la situación de reposo fisiológico y la disminución natural del estado de vigilia para atacarlo con
alevosía; entonces Jesús reza de noche para advertirnos que debemos recurrir a la protección divina, único auxilio eficaz contra los arteros ataques del enemigo de las almas; pero Jesús reza de noche para indicarnos que también de noche el alma debe unirse a Dios por la oración, lo mismo que en el estado de vigilia,
puesto que Dios es su Creador, y a Él le pertenecen la noche y el día, el
tiempo y la eternidad, el cuerpo y el alma, el reposo y la vigilia, y el ser humano debe dirigirle, con todo su acto de ser, alabanzas en todo momento, de día y de
noche, despierto y acostado. Al rezar de noche –“toda la noche”, dice el
Evangelio-, Jesús nos enseña que el alma debe alabar y adorar a Dios, su
Creador, Redentor y Santificador, tanto de día como de noche, tanto en el
reposo como en la vigilia, y que esta alabanza debe ser continua, perpetua,
eterna, sine die, sin tiempo, todo el
tiempo. En este sentido, la Adoración Eucarística Nocturna y las oraciones
nocturnas de los monjes conventuales, son ejemplos vivientes de la alabanza que
la Iglesia tributa a Dios Uno y Trino, de día y de noche, sin cesar, y que lo
hará hasta el fin de los tiempos.
Pero
además, la oración de Jesús significa otra cosa: que la oración -es decir, la
unión con Dios por medio de la oración-, por medio de la cual obtiene el hombre
de Dios todo lo que de Dios necesita –luz, amor, sabiduría, gracia, vida,
fortaleza, templanza, paz, prudencia, consejo-, debe preceder, necesariamente a
la acción, a toda acción del hombre, y con mucha mayor razón, si esta acción es
una acción apostólica o, si se quiere, misionera. En otras palabras, no puede
haber ninguna actividad apostólica o misionera de la Iglesia, que no esté
precedida por la oración; de lo contrario, se cae en un activismo, que no es
otra cosa que una pura acción humana, que no conduce a Dios, ni proviene de
Dios; es decir, es una actividad o activismo no guiado por el Espíritu Santo, y por lo tanto, es necesario pedir el don de la oración, para que nuestra actividad apostólica y misionera esté siempre guiada por el Espíritu Santo y no por nuestro propio “yo”.
“Jesús
subió a la montaña a orar…”. Por último, el momento más importante de oración en el cristiano, es la comunión eucarística, porque en ella se cumple la oración de la montaña: en ella, el alma asciende a lo más alto a lo que puede aspirar la creatura, porque al unirse al Cuerpo Sacramentado de Cristo, el Espíritu Santo la une al Padre; en la comunión eucarística, el alma está sola, en su relación con Dios Uno y Trino; y puesto que la comunión eucarística es el fruto del sacrificio de la cruz de Cristo, y como los méritos de este sacrificio se aplican al cristiano que comulga en gracia, lo que se pide en esta oración se obtiene, porque Dios Trino lo escucha como pedido por el mismo Jesús en Persona. Los cristianos deben, por lo tanto, aprovechar la comunión eucarística, como el momento sublime de máxima oración.
No hay comentarios:
Publicar un comentario