Jesús -y a su lado, la Virgen- separando a buenos y malos
en el Día del Juicio Final
(El Juicio Final, detalle, Miguel Ángel Buonarotti)
“Lo
que hicisteis con el más pequeño de mis hermanos, Conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 31-46). Con este pasaje evangélico,
la Iglesia da el fundamento de porqué el cristiano debe hacer obras de
misericordia corporales y espirituales: la Presencia –misteriosa, invisible,
pero real- de Jesucristo, el Hombre-Dios, en el prójimo y sobre todo, en el
prójimo más necesitado. Debido a esta Presencia real de Jesucristo en el
prójimo, el cristiano debe realizar obras de misericordia movido no por un vago
sentimiento de filantropía, sino por amor a Jesucristo Dios y al prójimo, en quien habita
Jesucristo. Así, el cristiano se asegura de cumplir el Primer Mandamiento, el
mandamiento en el que está concentrada toda la Ley Nueva de la caridad: “Amar a
Dios y al prójimo como a uno mismo”.
Al
auxiliar a su prójimo, movido por el amor cristiano, el fiel ama a Dios –a Jesucristo,
que es Dios, que habita en el prójimo- y ama al prójimo, en quien Dios habita,
y así cumple a la perfección el mandamiento más importante. Pero también se ama
a sí mismo no con un amor egoísta, superficial, mundano, sino con un amor
perfecto, porque el hecho de amar a Dios y al prójimo, le abre las puertas del
cielo, ya que escuchará de Jesús, en el Día del Juicio Final: “Ven, bendito de
mi Padre, porque tuve hambre y sed; estuve enfermo, preso, y me socorriste”, y
este amor a sí mismo es perfecto y no egoísta, porque es el amor que busca la
salvación de la propia alma.
“Lo
que hicisteis con el más pequeño de mis hermanos, Conmigo lo hicisteis”. En tiempo
de Cuaresma –en realidad, durante todo el año, pero especialmente en Cuaresma-,
la Iglesia nos insta a obrar la misericordia, no como mero ejercicio ni
virtuoso ni piadoso, sino como forma de ganarnos el cielo. Al auxiliar a Jesús,
Presente en el prójimo, Él nos devolverá, todas estas obras de misericordia,
multiplicadas al infinito, concediéndonos la vida eterna, el día de nuestra
muerte y consumándola para siempre en el Día del Juicio Final. Pero ya aquí, en
esta vida, a quien obra la misericordia para con su prójimo, viendo a Jesús
Presente en el más necesitado, Jesús lo premia con un premio inimaginablemente
más valioso que todo el oro del mundo: para quien obra la misericordia, es
decir, para quien da de comer al hambriento; para quien viste al desnudo; para
quien da de beber al sediento; para quien visita y socorre a los encarcelados y
enfermos; para quien da consejos a quien lo necesita; en fin, para quien obra
las obras de misericordia, tal como las prescribe la Iglesia y según su estado
de vida, Jesús lo premia, alimentándolo con el Pan de Vida eterna, saciando su
sed con la Sangre de la Alianza Nueva y Eterna, vistiéndolo con su gracia
santificante, alojándolo en su Sagrado Corazón, es decir, donándose a sí mismo
en la Eucaristía. Y este motivo, es el motivo más fuerte, para obrar la
misericordia.
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