(Domingo VI – TO – Ciclo B – 2015)
Si quieres, puedes curarme’
(…) ‘Lo quiero, quedas curado’ ”. (cfr. Mc
1, 40-45). Un leproso se acerca a Jesús, le implora la curación y Jesús lo cura
inmediatamente. La escena evangélica, además de ser real, tiene un significado
simbólico: la lepra, una enfermedad que provoca graves deformaciones en el
cuerpo, es una representación del pecado. Lo que la lepra produce en el cuerpo,
así el pecado en el alma, solo que en un grado infinitamente peor, ya que lo el
pecado destruye no es algo material, como el cuerpo, sino algo espiritual, el
alma. La lepra es producida por un microorganismo que produce inflamación y
destrucción de los tejidos y eso es lo que explica que la persona quede
deformada en su rostro, sus dedos, sus manos, sus pies. Ahora bien, el pecado provoca
un daño infinitamente más grave, ya que se introduce en el alma y la destruye
desde su raíz: el pecado –cualquier pecado, pero sobre todo, el pecado mortal-,
surge como un deseo malo que crece desde el fondo del corazón del alma y
termina por inundar toda el alma, infectándola con su malicia y oscuridad y
apartándola de la luz de Dios y de su bondad. El daño producido por el pecado
en el alma es real, y así como el cuerpo invadido por el bacilo de la lepra ya
no es más el mismo de antes al haber perdido su figura y su belleza naturales,
así el alma, infectada por el pecado, ya no es más la misma.
Pero el pecado es un misterio
que no puede ser considerado si no es a la luz de otro misterio, el misterio de
la gracia: así como el pecado invade toda el alma, oscureciéndola e
infectándola y alejándola de Dios, así la gracia es como una luz que, viniendo
de lo alto, del seno mismo de Dios Trino, ingresa en el corazón del alma quitando
el pecado que en ella anidaba, concediéndole una hermosura sobrenatural,
iluminándola con la luz misma de Dios Trino, convirtiéndola en una imagen y en
una copia viviente de la luz de Dios, Jesucristo.
Dos misterios entonces pueden
transformar al alma: el pecado, que como un gusano crece y se reproduce y desde
el corazón del alma infecta toda el alma separándola de Dios, y la gracia que,
viniendo desde lo alto, la convierte en una imagen luminosa de Jesucristo. De
los dos, primero está la gracia, concedida por amor y misericordia por
Jesucristo desde su Corazón traspasado en la cruz; el pecado surge en segundo
término, como reacción de rechazo a la gracia; es un rechazo voluntario a la
misericordia y al amor del Hombre-Dios, que infunde su Amor desde Corazón
abierto en la cruz; de ahí que el pecado sea un “misterio de iniquidad”, porque
se trata del rechazo de la misericordia de Dios, derramada como sangre y agua
por Jesús desde la cruz y ofrecida bajo el velo sacramental en la Eucaristía. A
diferencia de la lepra, una enfermedad infecto-contagiosa que se contrae
involuntariamente, de nuestra libre voluntad depende –no depende ni de Dios ni
del diablo- o el infectarnos y llenarnos de los gusanos del espíritu, los
pecados, o bien dejarnos iluminar por la luz que brota del Sagrado Corazón
Eucarístico de Jesús. Mucho más que la compasión, al curar al leproso, el
Hombre-Dios le comunica su Amor, que es luz y por eso es que el alma que se
acerca a Cristo queda iluminada por Él; de ahí que el alma que de Él se aleja,
viva en las tinieblas. Es por esto que Jesús no solo quiere quitarnos la lepra
del pecado –Él es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo, y quita
nuestros pecados con su Sangre derramada en el Santo Sacrificio de la Cruz,
sacrificio que se renueva de modo incruento y sacramental en la Santa Misa-,
sino que quiere concedernos la luz de su Amor, y para eso se nos dona en
Persona en la Eucaristía.
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