jueves, 13 de agosto de 2015

“Perdona setenta veces siete”


“Perdona setenta veces siete” (Mt 18, 21-19, 1). Pedro le pregunta a Jesús “cuántas veces debe perdonar a su prójimo”; llevado por la casuística judía, completa su pregunta diciéndole si debe hacerlo “hasta siete veces”, puesto que el número siete era considerado un número perfecto para los hebreos. De esta manera, Pedro pensaba que así, perdonando hasta siete veces, a la octava vez ya podía aplicar la Ley del Talión, que mandaba la venganza: “Ojo por ojo, diente por diente”. Sin embargo, Pedro no ha comprendido todavía el alcance del Amor de Dios, reflejado en las palabras de Jesús: “No te digo que perdones siete veces, sino setenta veces siete”. Con esto, Jesús no solo va más allá de la casuística judía y de la Ley del Talión, sino que reemplaza este sistema casuístico de justicia-venganza, propio de la Antigua Ley, por un nuevo modo de relación entre los hombres: el Amor de Dios, que perdona “siempre”, y es esto lo que Jesús le quiere decir a Pedro cuando le dice que perdone “setenta veces siete”; quiere decirle, en realidad, que perdone “siempre”, porque “siempre” perdona Dios.
Para graficar la enormidad del Amor de Dios, que perdona la deuda imposible de cancelar del pecado, Jesús relata la parábola del rey que perdona al siervo que le debe una fortuna, el cual a su vez, no quiere perdonar a su prójimo, que le debe una insignificancia en comparación con la fortuna que él le debe al rey.
Podemos decir que la parábola es una figura del sacramento de la Penitencia, o Confesión Sacramental: el rey que perdona es Cristo Jesús, desde la cruz, al precio de su Sangre derramada; la deuda del servidor malo, imposible de pagar, representan los pecados personales de cada hombre; el hecho de que deba ser vendido junto a su mujer y a sus hijos y con todas sus posesiones, indica que la deuda es tan grande, que es imposible de saldar, que es lo que sucede con nuestros pecados, si es que queremos ser perdonados sin Jesús o al margen de Jesús; el pedido de perdón, por parte del siervo, es la confesión de los pecados, la cual sin embargo debe realizarse con verdadero propósito de enmienda y, en lo posible, con contrición del corazón, lo cual falta evidentemente en el siervo malo; el perdón del rey y la cancelación de la deuda, representan la cancelación de los pecados que Jesús nos obtiene con su sacrificio en cruz y que se nos transmite por medio del Sacramento de la Confesión.
Hasta aquí, está representado el Sacramento de la Confesión en esta parábola.
Pero en la parábola también está representado el cristiano –el mal cristiano- que se acerca a la Confesión sin el propósito de enmienda y, lo que es más importante, sin dimensionar la magnitud del perdón y del amor divinos recibidos en la Confesión Sacramental.
En efecto: inmediatamente a la representación del Sacramento de la Penitencia, sigue la representación de los cristianos que, habiendo recibido un perdón infinito por parte de Dios, desde la cruz, y habiendo sido cancelada su deuda para con Dios por pura misericordia, es decir, habiendo recibido amor y misericordia sin límites de parte de Dios –el signo y el sello del perdón de Dios es la Sangre Preciosísima de Jesús, derramada en la cruz-, el mal cristiano, olvidando lo recibido en el Sacramento de la Penitencia, en vez de perdonar a su prójimo -con el mismo perdón con el que Cristo lo perdonó desde la cruz y a través del Sacramento de la Penitencia-, que ha cometido para con él una falta –la cual siempre será pequeñísima en relación al perdón recibido de parte de Dios-, guarda sin embargo enojo, rencor, fastidio, contra su prójimo y no lo perdona, volviéndose así falto de misericordia, con lo cual se merece recibir el mismo trato de parte de Dios, según lo dicho por Jesús: “Con la misma vara con la que midáis a los demás, se os medirá a vosotros” (Mt 7, 2).

Esta falta de misericordia es lo que justifica la parte final de la parábola: el mal siervo, inmisericorde, recibe un trato sin misericordia, y es encarcelado a su vez, por haber hecho él lo mismo con su prójimo. Esto significa que, cuando no perdonamos a nuestro prójimo “setenta veces siete”, es decir, “siempre” -y esto significa que si nuestro prójimo nos ofende todos los días, lo debo perdonar todos los días- y con el mismo perdón y amor con el cual Cristo Jesús nos perdonó desde la cruz, entonces tampoco recibiremos misericordia de parte de Dios, porque se la negamos a nuestros hermanos.

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