(Domingo
XXII - TO - Ciclo B – 2015)
“¡Hipócritas!
Dejan de lado el mandamiento de Dios, para seguir la tradición de los hombres” (Mc 7, 1-8. 14-15. 21-23). Jesús trata
muy duramente a los judíos: les dice “hipócritas”. Para entender adecuadamente
el alcance del adjetivo de Jesús –hipócritas- dirigido a los fariseos, es
necesario tener en cuenta, por un lado, el significado de la palabra; por otro,
aquellos a quienes es dirigida y, finalmente, la razón por la cual Jesús les
dirige este duro calificativo. Ante todo, el hipócrita es el que, por su doblez
de corazón, aparenta ser algo por fuera, mientras que por dentro, en su
interior, es lo exactamente opuesto. El hipócrita es esencialmente un falso, un
mentiroso, que se vuelve hijo de Satanás por su mentira, puesto que Satanás es
el “Padre de la mentira” (cfr. Jn 8, 44). La
hipocresía del falsario, del mentiroso, se origina en su interior, en la doblez
de su corazón: mientras con una cara de su corazón muestra dulzura al prójimo y piedad ante Dios, con la otra cara, piensa mal de su prójimo,
mientras que para con Dios, la falsedad se muestra en el culto que le rinde,
porque es un culto vacío del amor a Dios y, por lo tanto, falso. El hipócrita, además de mentiroso, es orgulloso, es decir, además de
hablar mal del prójimo y de rendir un culto falso a Dios, carente de amor, no
permite que se le haga ninguna corrección, porque su soberbia le impide
reconocer cualquier error en sí mismo. La soberbia es una especie de ceguera
espiritual que impide el ver los pecados propios, a la par que acentúa los
defectos del prójimo.
El
otro aspecto a considerar es aquellos a quienes es dirigida la calificación de
hipócritas, los fariseos y los escribas de la Ley: eran personas fundamentalmente
religiosas, que conocían la Palabra de Dios, que asistían a las ceremonias
religiosas; por lo tanto, uno podría esperar que Jesús les hubiera dirigido
una palabra amable. Sin embargo, a pesar de usar vestimenta religiosa, a pesar
de hablar de Dios y de su Ley, a pesar de estar todos los días en el templo,
Jesús los califica duramente: “¡Hipócritas!” y esto se debe a que, en su soberbia, pensaban que lo que ellos interpretaban acerca de la Palabra de Dios, tenía más valor
que la Palabra de Dios en sí misma. Los escribas y fariseos, a pesar de estar todos los días en el templo, con sus cuerpos, no están, sin embargo, con sus corazones, en Presencia de Dios. Están materialmente en el templo de Dios, pero espiritualmente están lejos de Él, porque en sus corazones no hay amor a Dios, como así tampoco hay misericordia hacia el prójimo. Ocupan material y físicamente un espacio en el templo de Dios, pero sus corazones, falsos y vacíos del Amor Divino, le pertenecen a Satanás y eso es lo que Jesús quiere decir cuando les dice: "Sinagoga de Satanás" (cfr. Ap 6, 9).
El
último aspecto a tener en cuenta es la razón por la cual Jesús los trata tan
duramente y esta razón está dada por el mismo Jesús: “Dejan de lado el
mandamiento de Dios, para seguir la tradición de los hombres”. Ésta es la razón
principal por la cual Jesús trata de “hipócritas” a los fariseos, a los hombres
religiosos de su tiempo: porque aparentando ser hombres de Dios, han dejado de
lado su Ley y sus mandamientos –el primero de todos, el que obliga a un triple
amor: a Dios, a los hombres y a uno mismo-, para seguir sus propios
mandamientos, sus propias tradiciones. Siendo religiosos, han vaciado la
religión de su verdadero contenido: "la misericordia, la justicia y la fidelidad" (cfr. Mt 23, 23-26),
para reemplazarla por la dureza de corazón y la frialdad en el amor debido
hacia Dios.
Por fuera, aparentan ser hombres religiosos, piadosos, buenos, cargados de nobles sentimientos de piedad, de fervor, de amor a Dios y al prójimo, pero por dentro, sus corazones hierven en el desprecio del prójimo y de Dios, porque son fríos e indiferentes para con el prójimo y en cuanto a Dios, no lo sirven a Él, el Único Dios verdadero, sino que sirven al demonio, siendo sus hijos predilectos, llenos de mentira y de soberbia, al igual que el Príncipe de la mentira. Es por eso que cual Jesús los llama, también duramente, “sepulcros blanqueados” (cfr. Mt 23, 27ss), porque así como un sepulcro, por fuera aparece hermoso, pero por dentro está lleno de “huesos de muertos y de podredumbre”, como lo dice el mismo Jesús, así también son los fariseos y los escribas de la Ley: por fuera parecen hombres piadosos, religiosos y buenos, pero por dentro, sus corazones están llenos de malicia, de mentira y de soberbia.
Por fuera, aparentan ser hombres religiosos, piadosos, buenos, cargados de nobles sentimientos de piedad, de fervor, de amor a Dios y al prójimo, pero por dentro, sus corazones hierven en el desprecio del prójimo y de Dios, porque son fríos e indiferentes para con el prójimo y en cuanto a Dios, no lo sirven a Él, el Único Dios verdadero, sino que sirven al demonio, siendo sus hijos predilectos, llenos de mentira y de soberbia, al igual que el Príncipe de la mentira. Es por eso que cual Jesús los llama, también duramente, “sepulcros blanqueados” (cfr. Mt 23, 27ss), porque así como un sepulcro, por fuera aparece hermoso, pero por dentro está lleno de “huesos de muertos y de podredumbre”, como lo dice el mismo Jesús, así también son los fariseos y los escribas de la Ley: por fuera parecen hombres piadosos, religiosos y buenos, pero por dentro, sus corazones están llenos de malicia, de mentira y de soberbia.
“¡Hipócritas!
Dejan de lado el mandamiento de Dios, para seguir la tradición de los hombres”.
Tengamos bien presentes las palabras de Jesús porque también
nosotros podemos caer en el mismo error de los escribas y fariseos, y de hecho
lo hacemos, toda vez que nos olvidamos que la esencia de la religión es el
encuentro con el Dios Amor, encarnado en Jesús de Nazareth, y que de ese
encuentro, en el que Jesús nos da su Amor, contenido en su Sagrado Corazón
Eucarístico, deriva la obligación de tratar a nuestro prójimo, no solo de modo
respetuoso y afable, sino ante todo, con el Amor mismo recibido del encuentro
con Jesús en la Eucaristía. Sólo si a nuestro prójimo lo tratamos con el Amor misericordioso
de Jesucristo, seremos verdaderos “hijos de Dios Padre” y sólo así nuestra
religión será verdadera, porque es en eso en lo que consiste la verdadera religión: en amar a Dios, al prójimo y a uno mismo con el Amor con el que nos ama Jesús, y esto lo podremos hacer solo si tenemos ese encuentro personal con Jesús, en la Eucaristía y en la Cruz. En caso contrario, si somos duros de corazón con nuestro
prójimo –pensando siempre mal, hablando mal y obrando mal-, sólo seremos hijos
de Satanás, esclavos del odio, de la mentira y de la soberbia, y seremos
merecedores del duro calificativo de Jesús dirigidos a los escribas y fariseos:
“¡Hipócritas!”. Esto nos hace ver también que es un grave error pensar que por el solo hecho de rezar, de confesarnos, de asistir a misa, estamos exentos de ser nosotros mismos unos hipócritas, porque si ofendemos a nuestro prójimo, ni somos caritativos con él, ni le damos a Dios el culto que se merece, con lo cual nos volvemos como los fariseos: mentirosos, falsarios y soberbios
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