(Domingo
XXI - TO - Ciclo B – 2015)
“Señor, ¿a quién iremos? Sólo Tú tienes palabras de vida
eterna” (Jn 6, 60-69). Sólo Jesús
tiene palabras de vida eterna, dice Pedro, el primer Papa, y para comprender de
qué manera Jesús tiene palabras de vida eterna, podemos hacer una comparación
con las palabras pronunciadas por un hombre, como las que alguien pronuncia cuando da un buen consejo. Cuando esto sucede, puede decirse que las palabras del hombre también son palabras de vida, pero sólo en
un sentido figurado, porque pueden “dar vida” sólo figurativa y simbólicamente,
desde el momento en que no pueden “crear” vida en aquel que las escucha. Las palabras
del hombre pueden dar vida en un sentido figurado cuando alguien, movido por el
amor, da un buen consejo a otro: sus palabras entran en el alma por el oído, se
abren paso en medio de la incertidumbre de quien se encuentra acongojado, y le
hacen ver un nuevo camino, le hacen vislumbrar una esperanza, le hacen considerar
un camino que antes no veía. De esta manera, aquel que recibe las palabras del
hombre, “cobra vida”, desde el momento en que empieza a dirigir su vida hacia un
nuevo horizonte existencial, que antes no lo consideraba.
Aquí radica la razón de dar "un buen consejo a quien lo necesita", como lo prescribe la Iglesia en las obras de misericordia necesarias para entrar en el Reino de los cielos. Es en este sentido en el que puede decirse que las palabras del hombre “dan vida”. Sin embargo, las palabras del hombre no pueden hacer más que esto, dar vida en un sentido figurado y simbólico, y sólo en la perspectiva horizontal de la existencia humana, porque no agregan una vida substancial, distinta, a la que tenía antes, como sí lo hace Jesús.
Es por eso que, como dice el Apóstol Pedro, sólo Jesús tiene “palabras de vida eterna”, y esto no en un sentido figurado, simbólico o metafórico, como el hombre, sino en el sentido más literal y directo que pueda existir. Sólo Jesús tiene palabras de vida eterna, porque Él es el Hombre-Dios, es Dios encarnado, que pronuncia sus palabras eternas a través de la naturaleza humana, del alma humana y del cuerpo de Jesús de Nazareth, y los que escuchan, escuchan la voz de un hombre, pero la palabra que transmite esta voz, es palabra de Dios, porque es Jesús, la Persona Segunda de la Trinidad, quien las pronuncia.
Aquí radica la razón de dar "un buen consejo a quien lo necesita", como lo prescribe la Iglesia en las obras de misericordia necesarias para entrar en el Reino de los cielos. Es en este sentido en el que puede decirse que las palabras del hombre “dan vida”. Sin embargo, las palabras del hombre no pueden hacer más que esto, dar vida en un sentido figurado y simbólico, y sólo en la perspectiva horizontal de la existencia humana, porque no agregan una vida substancial, distinta, a la que tenía antes, como sí lo hace Jesús.
Es por eso que, como dice el Apóstol Pedro, sólo Jesús tiene “palabras de vida eterna”, y esto no en un sentido figurado, simbólico o metafórico, como el hombre, sino en el sentido más literal y directo que pueda existir. Sólo Jesús tiene palabras de vida eterna, porque Él es el Hombre-Dios, es Dios encarnado, que pronuncia sus palabras eternas a través de la naturaleza humana, del alma humana y del cuerpo de Jesús de Nazareth, y los que escuchan, escuchan la voz de un hombre, pero la palabra que transmite esta voz, es palabra de Dios, porque es Jesús, la Persona Segunda de la Trinidad, quien las pronuncia.
Al tener palabras de vida y de vida eterna, la vida que dan
las palabras de Jesús no es solo figurada o simbólica, sino que dan una vida
real, una vida que no es la humana, sino la vida eterna, la vida misma de la
Trinidad. Al ser palabras de Dios encarnado, las palabras penetran hasta la
raíz última del acto de ser metafísico del hombre, conmoviendo sus entrañas,
porque la voz de Jesús de Nazareth, es la voz misma de Dios; el que pronuncia
las palabras de vida eterna es el Verbo de Dios humanado, y esa es la razón por
la cual las palabras de Jesús llegan hasta lo más profundo del ser del hombre, dando vida, una vida nueva, substancialmente distinta a la humana, la vida eterna de Dios Uno y Trino.
Pero además, como es la palabra de Dios, esta palabra, además de dar vida, además de vivificar con la vida misma de la Trinidad, es una palabra que es también luz, porque la naturaleza de Dios es luminosa, y por eso, quien escucha a Jesús, escucha la Voz de Dios, que da vida y vida eterna, e ilumina con la luz de la divina naturaleza a las tinieblas más oscuras del alma humana, disipando estas tinieblas y concediéndole una vida nueva, la vida luminosa y gloriosa de los hijos de Dios.
Pero además, como es la palabra de Dios, esta palabra, además de dar vida, además de vivificar con la vida misma de la Trinidad, es una palabra que es también luz, porque la naturaleza de Dios es luminosa, y por eso, quien escucha a Jesús, escucha la Voz de Dios, que da vida y vida eterna, e ilumina con la luz de la divina naturaleza a las tinieblas más oscuras del alma humana, disipando estas tinieblas y concediéndole una vida nueva, la vida luminosa y gloriosa de los hijos de Dios.
“Señor,
¿a quién iremos? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna”. No solo Pedro y los
Apóstoles escuchaban la palabra de Dios; también nosotros, a través de los
siglos, escuchamos esta Palabra de Dios, Palabra que es viva y vivificante y
que ilumina con la luz misma del Ser divino trinitario, y la escuchamos dos
veces en la Santa Misa: en la Liturgia de la Palabra, cuando se leen las
Lecturas y se recitan los Salmos, y en la Liturgia Eucarística, cuando el
sacerdote pronuncia las palabras de la consagración –“Esto es mi Cuerpo, esta
es mi Sangre”-, porque el que las pronuncia dándoles su eficacia sacramental es
la Persona Segunda de la Trinidad, Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, que habla a
través del sacerdote ministerial, dando vida a las materias inertes del pan y
del vino. Esto quiere decir que si hay algún lugar en donde se haga realidad lo
que dice Pedro -“Señor, ¿a quién iremos? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna”
-, es en la Santa Misa, en la consagración, porque es ahí en donde la Palabra
Eterna del Padre, Jesucristo, el Sumo y Eterno Sacerdote, pronuncia las
palabras de la consagración junto con el sacerdote ministerial -si el sacerdote ministerial las pronunciara por sí solo, no tendrían eficacia alguna y el pan seguiría siendo pan y el vino seguiría siendo vino-, dotando a estas
palabras del poder de dar vida a la materia inerte, el pan y el vino, para
convertirlas en la substancia viva y gloriosa del Cuerpo, la Sangre, el Alma y
la Divinidad del Cordero de Dios, Jesucristo.
“Señor,
¿a quién iremos? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna”. Sólo la palabra de
Jesús, o más bien, Jesús, que es la Palabra de Dios, tiene y da vida eterna,
vivificando con la vida misma del Ser divino trinitario al alma, e
iluminándola, al mismo tiempo, con luz eterna del Ser de Dios Uno y Trino.
Y esta Palabra que da la vida nueva de Dios Uno y Trino y la luz del Cordero, se hace Carne en la Eucaristía -se materializa de forma gloriosa, se hace materia glorificada, el Cuerpo y Sangre de Cristo-, para que los hijos de Dios no sólo escuchen a la Palabra de Vida eterna, sino que la comulguen, para que comulgándola, tengan la vida y la luz del Cordero en sus almas.
Y esta Palabra que da la vida nueva de Dios Uno y Trino y la luz del Cordero, se hace Carne en la Eucaristía -se materializa de forma gloriosa, se hace materia glorificada, el Cuerpo y Sangre de Cristo-, para que los hijos de Dios no sólo escuchen a la Palabra de Vida eterna, sino que la comulguen, para que comulgándola, tengan la vida y la luz del Cordero en sus almas.
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