(Domingo
XVIII - TO - Ciclo B – 2015)
“Yo Soy el Pan de vida. El que viene a Mí jamás tendrá
hambre; el que cree en Mí jamás tendrá sed” (Jn 6, 24-35). Luego de la multiplicación de los panes y pescados,
la multitud busca a Jesús para hacerlo rey, pero Jesús no se los permite. Jesús
sabe que lo buscan para hacerlo rey, pero sabe también que la multitud, aunque está
agradecida con Él, lo busca, no por el signo –la multiplicación de panes y
pescados- y lo que el signo significa –que Él es Dios Hijo encarnado-, sino
porque han saciado su hambre corporal: “Me buscan, no porque vieron signos,
sino porque comieron pan hasta saciarse”. La multitud busca a Jesús para
hacerlo rey, porque les ha satisfecho el hambre corporal; quieren hacerlo rey
de la tierra porque con Él tienen asegurado el pan terreno, material; buscan a
Jesús pero no pueden trascender sus pensamientos humanos; no pueden trascender
la horizontalidad de sus razonamientos; no pueden elevar sus mentes y sus
corazones para ver qué es lo que hay detrás de la multiplicación de panes y
pescados, para entender que el signo no es el punto final, sino el punto de
partida del mensaje de Jesús: Él hace el milagro de panes y pescados sólo como
anticipo y prefiguración de otro milagro, infinitamente más grandioso, el Pan
de Vida eterna y la Carne del Cordero. La multitud no puede trascender la
horizontalidad de sus pensamientos y de su corporeidad, para ver en el milagro
el anticipo de otro milagro que deja asombrados a los ángeles del cielo, y es
el don de Jesús como Pan de Vida eterna, que sacia con la vida divina
trinitaria a quien lo consume con fe y con amor.
En el diálogo que se entabla entre Jesús y la multitud,
Jesús les revela cuál es el verdadero Pan por el que la multitud debe trabajar
y procurarse: no el pan terreno, que alimenta para una vida terrena y
horizontal, sino el Pan de Vida eterna, el Verdadero Maná bajado del cielo, el
que les da el Padre, no el que les dio Moisés en el desierto y perecieron, sino
el que baja del cielo porque es enviado por el Padre y es Él en Persona, en el
don eucarístico: “Trabajen –procúrense- no por el pan perecedero, sino por el Pan
que permanece hasta la Vida eterna (…) Yo Soy ése Pan, Yo Soy el Maná bajado
del cielo, enviado por el Padre; Yo Soy el Pan de Vida. El que viene a Mí jamás
tendrá hambre; el que cree en Mí jamás tendrá sed”.
Ante la pretensión de
la multitud de nombrarlo rey terreno porque les ha satisfecho el hambre
corporal, Jesús no solo se niega a este nombramiento, porque Él no es rey
terreno, sino Rey de los cielos, sino que luego se auto-revela como el “verdadero Pan”,
el que “da la Vida eterna”, el Pan que sacia y extra-colma, no el hambre del
cuerpo, sino el deseo y el amor que de Dios tiene toda alma, porque alimenta al alma con
la substancia misma de Dios, con la Vida misma de Dios, con el Amor mismo de Dios, porque es un Pan que contiene en sí todo
lo que el alma desea, calmándola en su hambre y sed de Dios. El Pan que da
Jesús, satisface no el hambre corporal sino, mucho más importante, el hambre y
la sed que de Dios posee toda alma humana, desde el momento mismo en que es
creada, y lo satisface de tal manera, que luego ya no desea otra cosa más, sino
ese Pan, y ese Pan es la Eucaristía: “Yo Soy el Pan de Vida. El que viene a Mí
jamás tendrá hambre; el que cree en Mí jamás tendrá sed”.
Si la multitud del Evangelio buscó a Jesús y quiso hacerlo
rey porque satisfizo su hambre corporal haciendo un milagro pequeño,
multiplicando panes y pescados; ¿cómo no hemos de hacerlo Rey de nuestros corazones,
si para nosotros obra el Milagro de los milagros, la Transubstanciación, por el
cual nos alimenta con el Pan Vivo bajado del cielo y con la Carne del Cordero,
la Eucaristía?
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