sábado, 1 de agosto de 2015

“Yo Soy el Pan de vida. El que viene a Mí jamás tendrá hambre; el que cree en Mí jamás tendrá sed”


(Domingo XVIII - TO - Ciclo B – 2015)

         “Yo Soy el Pan de vida. El que viene a Mí jamás tendrá hambre; el que cree en Mí jamás tendrá sed” (Jn 6, 24-35). Luego de la multiplicación de los panes y pescados, la multitud busca a Jesús para hacerlo rey, pero Jesús no se los permite. Jesús sabe que lo buscan para hacerlo rey, pero sabe también que la multitud, aunque está agradecida con Él, lo busca, no por el signo –la multiplicación de panes y pescados- y lo que el signo significa –que Él es Dios Hijo encarnado-, sino porque han saciado su hambre corporal: “Me buscan, no porque vieron signos, sino porque comieron pan hasta saciarse”. La multitud busca a Jesús para hacerlo rey, porque les ha satisfecho el hambre corporal; quieren hacerlo rey de la tierra porque con Él tienen asegurado el pan terreno, material; buscan a Jesús pero no pueden trascender sus pensamientos humanos; no pueden trascender la horizontalidad de sus razonamientos; no pueden elevar sus mentes y sus corazones para ver qué es lo que hay detrás de la multiplicación de panes y pescados, para entender que el signo no es el punto final, sino el punto de partida del mensaje de Jesús: Él hace el milagro de panes y pescados sólo como anticipo y prefiguración de otro milagro, infinitamente más grandioso, el Pan de Vida eterna y la Carne del Cordero. La multitud no puede trascender la horizontalidad de sus pensamientos y de su corporeidad, para ver en el milagro el anticipo de otro milagro que deja asombrados a los ángeles del cielo, y es el don de Jesús como Pan de Vida eterna, que sacia con la vida divina trinitaria a quien lo consume con fe y con amor.
         En el diálogo que se entabla entre Jesús y la multitud, Jesús les revela cuál es el verdadero Pan por el que la multitud debe trabajar y procurarse: no el pan terreno, que alimenta para una vida terrena y horizontal, sino el Pan de Vida eterna, el Verdadero Maná bajado del cielo, el que les da el Padre, no el que les dio Moisés en el desierto y perecieron, sino el que baja del cielo porque es enviado por el Padre y es Él en Persona, en el don eucarístico: “Trabajen –procúrense- no por el pan perecedero, sino por el Pan que permanece hasta la Vida eterna (…) Yo Soy ése Pan, Yo Soy el Maná bajado del cielo, enviado por el Padre; Yo Soy el Pan de Vida. El que viene a Mí jamás tendrá hambre; el que cree en Mí jamás tendrá sed”.
Ante la pretensión de la multitud de nombrarlo rey terreno porque les ha satisfecho el hambre corporal, Jesús no solo se niega a este nombramiento, porque Él no es rey terreno, sino Rey de los cielos, sino que luego se auto-revela como el “verdadero Pan”, el que “da la Vida eterna”, el Pan que sacia y extra-colma, no el hambre del cuerpo, sino el deseo y el amor que de Dios tiene toda alma, porque alimenta al alma con la substancia misma de Dios, con la Vida misma de Dios, con el Amor mismo de Dios, porque es un Pan que contiene en sí todo lo que el alma desea, calmándola en su hambre y sed de Dios. El Pan que da Jesús, satisface no el hambre corporal sino, mucho más importante, el hambre y la sed que de Dios posee toda alma humana, desde el momento mismo en que es creada, y lo satisface de tal manera, que luego ya no desea otra cosa más, sino ese Pan, y ese Pan es la Eucaristía: “Yo Soy el Pan de Vida. El que viene a Mí jamás tendrá hambre; el que cree en Mí jamás tendrá sed”.
         Si la multitud del Evangelio buscó a Jesús y quiso hacerlo rey porque satisfizo su hambre corporal haciendo un milagro pequeño, multiplicando panes y pescados; ¿cómo no hemos de hacerlo Rey de nuestros corazones, si para nosotros obra el Milagro de los milagros, la Transubstanciación, por el cual nos alimenta con el Pan Vivo bajado del cielo y con la Carne del Cordero, la Eucaristía?


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