La Iglesia celebra en este día la dedicación –consagración-
de la basílica San Juan de Letrán, construida por el emperador Constantino y considerada
“Madre y cabeza de todas las iglesias de la Urbe y del Orbe”, por ser la
Catedral del Papa, Vicario de Cristo y Obispo de Roma[1]. Se
celebra esta fiesta de la dedicación de la cátedra del Obispo de Roma, en señal
de amor y de unidad para con la cátedra de Pedro -que, como escribió san
Ignacio de Antioquía, “preside a todos los congregados en la caridad”[2]-, con
lo que afirmamos nuestra unidad como católicos romanos, al tiempo que proclamamos
el primado del Papa sobre los demás obispos[3].
Ahora bien, podemos preguntarnos: ¿hay alguna otra razón por
la cual la Iglesia Católica celebra y hace fiesta por un edificio? Para conocer
la respuesta, debemos tener en cuenta el significado simbólico del Templo
dedicado al Señor, es decir, que representa -el templo material-, al cuerpo del
cristiano, convertido en “templo del Espíritu Santo” por medio de la gracia
bautismal.
Es en este sentido en el que se expresa San Bernardo[4] al
referirse a esta fiesta, al afirmar que lo que se festejaba o celebra, más allá
del templo material concreto que es la Basílica de San Juan de Letrán, “es la
fiesta de la casa del Señor, del templo de Dios, de la ciudad del Rey eterno,
de la Esposa de Cristo”, pero esta “casa del Señor” es, ante todo, el
bautizado: “Preguntémonos ahora qué puede ser la casa de Dios, su templo, su
ciudad, su Esposa. Lo digo con temor y respeto: somos nosotros. Sí, nosotros
somos todo esto en el corazón de Dios. Lo somos por su gracia, no por nuestros
méritos”. Por la gracia del bautismo sacramental, fuimos convertidos, de meras
creaturas, en “templos vivientes del Espíritu Santo” (cfr. 1 Cor 6, 9) y “casa de Dios”: “Somos su casa” y en esta casa
inhabita el Espíritu Santo: “Y el apóstol Pablo nos dice: “¿No sabéis que sois
templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?”[5]. “Hermanos,
sabemos por experiencia que somos la casa del Padre de familia por el alimento
tan abundante que tenemos, el templo de Dios por nuestra santificación, la
ciudad del Rey supremo para nuestra comunión de vida, la esposa del Esposo
inmortal por el amor. Creo, pues, que puedo afirmar sin miedo: esta fiesta es
realmente nuestra fiesta”.
Ahora
bien, esta “casa de Dios” y “templo del Espíritu Santo” que somos nosotros, los
bautizados, es lo que constituye en la otra vida a la Jerusalén celestial,
según nos enseña la Iglesia cuando reza así: “Señor, tú que con piedras vivas y
elegidas edificas el templo eterno de tu gloria: acrecienta los dones que el
Espíritu ha dado a la Iglesia para que tu pueblo fiel, creciendo como cuerpo de
Cristo, llegue a ser la nueva y definitiva Jerusalén”. Las “piedras vivas y
elegidas” que “edifican el templo eterno de la gloria” de Dios, son los
bautizados. Es esto mismo lo que se desprende del Libro del Apocalipsis: “Vi la
ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, enviada por Dios,
arreglada como una novia que se adorna para su esposo. Y escuché una voz
potente que decía desde el trono: “Ésta es la morada de Dios con los hombres, y
acampará entre ellos. Ellos serán su pueblo y Dios estará con ellos”. Pero no
vi santuario alguno en ella; porque el Señor, Dios todopoderoso, y el Cordero,
es su santuario. Nada profano entrará en ella, ni los que cometen abominación y
mentira, sino solamente los inscritos en el libro de la vida del Cordero” (Ap 21, 2-3. 22. 27). La Ciudad Santa, la
Morada de Dios, es la Jerusalén celestial, los bautizados con la gracia del Cordero
y esta Ciudad santa “no tiene santuario”, porque el santuario es “el mismo Dios”,
que habita con su Pueblo, los santos. La Ciudad santa, en el cielo, está
formada por los santos, aquellos en los que habita Dios Trino, que es su
santuario.
Pero esta inhabitación trinitaria en el alma de los
redimidos no es exclusiva del cielo, sino que comienza ya aquí en la tierra,
con la inhabitación trinitaria por la gracia en el alma de los justos –pecadores
pero que se esfuerzan por vivir en gracia y rechazar el pecado-. Para San
Bernardo, el hecho de que Dios inhabite en nuestras almas, es la razón primera
para ser santos –perfectos- como Dios es santo y perfecto, porque Él es el que
comunica de su santidad en aquellos en los que inhabita, y es así que dice: “Sed
santos, dice, porque yo, vuestro Señor, soy santo” (Lv 11,45). ¿Será suficiente
la santidad? Según el testimonio del apóstol también la paz es necesaria:
“Procurad la paz con todos y la santidad sin la cual nadie verá a Dios” (Heb 12,14). Esta paz es la que nos hace
vivir juntos, unidos como hermanos, y edifica para nuestro Rey, una ciudad
enteramente nueva llamada Jerusalén que significa: visión de paz”. Es decir,
porque Jesús y el Padre, con el Espíritu Santo, hacen morada en nuestros
cuerpos, almas y corazones, convirtiéndolos en algo más grande que los cielos,
porque inhabita en ellos el Dios Uno y Trino, cuya grandeza no pueden abarcar
los cielos, entonces es por esta razón por la cual debemos ser santos y
perfectos: “Sed perfectos, como mi Padre del cielo es perfecto” (Mt 5, 48). Esto quiere decir que, siendo
templos vivientes de Dios Trino, en donde inhabitan las Tres Divinas Personas
no podemos, de ninguna manera, profanar el Templo de Dios que es nuestro cuerpo
y nuestra alma, con pensamientos, deseos y obras malas de cualquier tipo,
puesto que eso significaría, inmediatamente, la profanación, más que de
nuestros cuerpos y almas, de las Tres Divinas Personas que hicieron de nuestros
corazones sus altares en donde ser adoradas como un Único Dios Verdadero.
Para darnos una idea de lo que decimos, basta con hacer la
siguiente analogía: así como en el templo material inhabita Dios Hijo en la Eucaristía,
en el sagrario, así el Espíritu Santo inhabita en el cuerpo del bautizado en
gracia, y de la misma manera a como Jesús Eucaristía sería gravemente ultrajado
si en el templo se interpretara otra música que no sea la de su adoración, o se
proyectasen imágenes indecentes, o si hiciera cualquier cosa que no fuera para
su alabanza y gloria, de la misma manera, cuando en el templo del Espíritu
Santo que es el cuerpo del bautizado, es profanado, se profana a la Persona
Tercera del Espíritu Santo que en él inhabita, y cuando se escuchan canciones
mundanas, profanas o directamente blasfemas, o se vieran espectáculos
inmorales, es como si en el Templo se escucharan cosas indecentes, se
profirieran palabras y entonaran cantos soeces, y se vieran cosas inmorales. Y de
un modo inverso, si el templo que es el cuerpo, está iluminado por la gracia y
si se entonan en el alma cánticos de alabanza y adoración al Cordero, y si se
hacen obras buenas en su honor y se evita todo pensamiento, deseo y obra
impuros, entonces es como cuando un templo, en el que habita Jesús Eucaristía
en el sagrario, está todo perfumado, limpio, aireado y en su interior se
escucha la voz de Dios Trino, que habla en el silencio, en lo más profundo del
corazón del hombre. Por lo que vemos, entonces, en esta fecha, no se celebra a
un “edificio material”, sino ante todo, a aquello que este edificio material,
consagrado, esto es, dedicado al servicio del Señor, representa: el cuerpo y el
alma del hombre que por la gracia son convertidos en templo del Espíritu Santo
y sus corazones en altar, sagrario y custodia de Jesús Eucaristía.
[1] San Juan de Letrán es la
catedral de la diócesis de Roma, que el Papa preside como obispo. En el día de
hoy, celebramos su dedicación por el papa Silvestre I en el año 324 d.C.,
cuando se convirtió en la primera iglesia en la que los cristianos podían hacer
culto en público. Cfr. http://es.aleteia.org/2015/11/09/9-de-noviembre-un-dia-de-fiesta-por-un-edificio/
[2] http://www.liturgiadelashoras.com.ar/
[4] San Bernardo
(1091-1153); Sermón 5 para la Dedicación: Fiesta de la dedicación de una
iglesia, fiesta del Pueblo de Dios.
[5] Cfr. ibidem.
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