“Hagan
fructificar sus talentos” (Lc 19, 11-28).
Con la parábola de un hombre “de familia noble fue a un país lejano para
recibir la investidura real” y que entrega “cien monedas de plata” a sus
servidores para que las hagan fructificar, Jesús nos advierte acerca de la
necesidad imperiosa, de los cristianos, de poner a su servicio los dones –naturales
y sobrenaturales- que Él nos dio, para la salvación de las almas.
Las
cien monedas de plata representan los dones, talentos, virtudes y toda clase de
bienes, tanto naturales –como la inteligencia, la memoria, la voluntad, la
practicidad, etc.- como sobrenaturales –el bautismo, la comunión eucarística,
la confirmación, etc.- con los cuales Él nos dotó en su Iglesia, y que deben
ser puestos al servicio de la Iglesia para la salvación de las almas. Nadie, en
absoluto, puede excusarse, diciendo: “Yo no tengo dones, no puedo hacer nada en
la Iglesia”, porque eso no es verdad, desde el momento en que todos,
absolutamente todos los cristianos, por el solo hecho de ser bautizados, ya
tenemos el don de ser hijos de Dios y no meras creaturas. Si alguien dice tal
cosa –“no tengo dones”-, lo único que hace es escudarse en una falsa humildad,
para justificar su pereza y su acedia. Ser humildes no significa decir “no
tengo dones”, “no sirvo para nada”; por el contrario, significa reconocer cuáles
son los dones, talentos, virtudes, etc., con los cuales Dios me ha dotado, y
ponerlos efectivamente al servicio de la Iglesia, pero no para cualquier cosa,
sino para la salvación de las almas, que es el objetivo primordial, y sin buscar el aplauso y los honores de los hombres y del mundo, sino solo el ser vistos por Dios Padre.
“Hagan
fructificar sus talentos”. Jesús nos advierte, porque cuando Él llegue en su
Segunda Venida, nos pedirá cuenta de todos y cada uno de los dones que nos ha
dado. Que nos recompense o que nos castigue y quite lo que aún creíamos tener,
depende de nuestra libertad.
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