“Somos
simples servidores, no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber” (Lc 17, 7-10). La aclaración de Jesús
acerca de qué es lo que debemos decir cuando cumplimos nuestro deber –si es que
lo cumplimos- es necesaria, toda vez que, llevados por nuestra soberbia y
nuestro deseo de ser glorificados por los hombres –y hasta por Dios-, nos
atribuimos cosas que sólo le corresponden a Dios y su gracia. Por ejemplo, si
alguien se convierte, podemos caer en la tentación de decir que “fue por mis
oraciones”; si algún desastre se evita, o si se consigue algo que puede ser
considerado un milagro, todo lo atribuimos a nosotros mismos, como si nosotros
fuéramos Dios, o como si Dios estuviera subordinado a nosotros mismos. Y cuando
esto hacemos, no solo pecamos de soberbia, sino que nos olvidamos las palabras
de Jesús: “Sin Mí, nada podéis hacer” (Jn
15, 5). Sin Jesús, no podemos hacer “nada”, literalmente hablando, porque Él es
la Gracia Increada, de quien procede toda gracia creada y participada, lo cual
quiere decir que es Él quien obra en las almas, siendo nosotros sólo “pobres
instrumentos” –cuando lo somos-.
Adorado seas, Jesús, Cordero de Dios, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios oculto en el Santísimo Sacramento del altar. Adorado seas en la eternidad, en el seno de Dios Padre; adorado seas en el tiempo, en el seno de la Virgen Madre; adorado seas, en el tiempo de la Iglesia, en su seno, el altar Eucarístico. Adorado seas, Jesús, en el tiempo y en la eternidad.
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