viernes, 30 de junio de 2017

“El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí”


(Domingo XIII - TO - Ciclo A – 2017)

“El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí” (Mt 10, 37-42). Jesús nos dice qué es lo que tenemos que hacer para “ser dignos de Él”, es decir, para ser llamados “cristianos” o “discípulos” suyos: tomar la cruz y seguirlo. Quien no toma la cruz y lo sigue, no puede llamarse cristiano. Ahora bien, ¿qué significa exactamente “tomar la cruz”, y qué es la cruz, indispensable para ser llamados verdaderamente cristianos? ¿Adónde va Jesús, cargado con la cruz, puesto que si tomamos la cruz es para seguirlo a  Él?
Ante todo, si consideramos a la cruz en sí misma, podemos decir con seguridad que se trata de un instrumento de muerte y tortura, reservado, como hacían los romanos, para castigar a los peores delincuentes, a los bandidos y criminales que habían demostrado, con su comportamiento, que no merecían ya vivir entre los hombres y por eso debían morir con la muerte más horrible y dolorosa, la muerte de cruz, para que antes de perder la vida, pagaran con sus sufrimientos el mal que habían cometido en esa vida[1]. Considerada de esta manera, es decir, de un modo racional, sin la luz de la fe, la cruz que nos exige tomar Jesús como condición indispensable para seguirlo, es equivalente a elegir el camino de la tortura, del displacer, de la ignominia, del dolor y de la muerte.
Sin embargo, no podemos reflexionar sobre las palabras de Jesús y sobre su pedido de “tomar la cruz”, de otra manera que no sea a la luz de la fe de la Iglesia, ya que allí se encuentra la verdadera y única valoración sobrenatural de la cruz. La Iglesia compara, a la cruz, con un árbol, y no con un árbol cualquiera, sino con un “árbol de la vida”[2], vida que resulta ser, no la del hombre, sino la vida divina, la vida misma de Dios. Al referirse a la cruz, la Iglesia la exalta y la compara con un árbol: “Sólo tú (el árbol de la vida, la cruz) has sido exaltado por encima de todos los cedros; de ti estuvo suspendida la vida del mundo; en ti triunfó Cristo; en ti venció la muerte a la muerte para siempre”[3]. Esta especie de árbol milagroso, más hermoso que los cedros de Dios”, es la Santa Cruz de Jesús, tal como la misma Iglesia lo dice: “¡Oh Cruz, más esplendorosa que todos los astros! ¡Más gloriosa que el mundo, amable en extremo para los hombres, más santa que nadie! ¡Tú sola fuiste digna de llevar el precio[4] del mundo! ¡Madero amado, clavos amados! Llevas una carga amada, madero…”[5]. La Iglesia considera, entonces, a la Cruz de Jesús, no un patíbulo en el que el criminal condenado debe ser levantado en alto para, en medio de atroces tormentos y dolores, ser quitado de en medio de los vivientes[6]; para la Iglesia, la Cruz no es un madero ensangrentado, sino que es un madero más valioso que “todos los cedros del Líbano”, y no es un instrumento de muerte atroz, sino el verdadero y único Árbol de la vida, porque en la Cruz estuvo suspendido el Cordero de Dios, Cristo Jesús, que es la Vida Increada en sí misma, y que al morir en la cruz, con su Muerte dio muerte a la muerte, y con la efusión de Sangre de sus heridas y de su Corazón traspasado, nos concedió la Vida eterna, la vida misma de Dios Trino, la vida de su Ser divino trinitario. Por este motivo, para el cristiano, el “árbol de la vida”, no es el árbol gnóstico de la cábala judía, que se utiliza a modo de amuleto mágico –y que se vende y es adquirido por los cristianos que ignoran su significado mágico y diabólico-; para el cristiano, el verdadero y único “Árbol de la vida”, es la Santa Cruz de Jesús, porque en la Cruz estuvo suspendido El que Es la Vida divina en sí misma, que venció a la muerte con su muerte en cruz, para donarnos su Vida divina. La Cruz de Jesús no es sólo “superación definitiva de la muerte”, sino recepción, por parte del alma, de la vida misma de Dios Uno y Trino, vida recibida por medio de la efusión de Sangre de su Corazón traspasado. Ésta es la razón por la cual Jesús nos dice que si no tomamos la cruz y lo seguimos, “no somos dignos de Él”.
Ahora bien, ¿qué significa este “tomar la cruz”? Lo dice Jesús: “Si alguno quiere venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, cargue con su cruz, y me siga”. Tomar la cruz quiere decir “renunciar a sí mismo”, esto es, al hombre viejo, al hombre dominado por las pasiones –la ira, la maledicencia, la pereza, la injusticia, la malicia de todo tipo-, al hombre que, apegado a esta vida terrena, no quiere salir de esta vida, porque se aferra a los bienes materiales, a los placeres terrenos, al tiempo y a la vida puramente natural y humana, a los placeres y felicidades temporales y pecaminosos que el mundo sin Dios ofrece.
         Seguir a Jesús, que marca el camino del Calvario con la señal de su Sangre derramada, que brota de las heridas de su Cuerpo ensangrentado, significa seguir al Cordero que, por su inmolación en el Calvario, nos conduce por el único camino que lleva a la feliz eternidad. Tomar la cruz y seguir a Jesús quiere decir, en primer lugar y ayudados por la gracia, luchar contra el pecado, que nace de lo profundo del corazón, según las palabras de Jesús –“Es del corazón del hombre…-, para comenzar a vivir la vida de la gracia, pero todo como anticipo de la vida eterna que Jesús nos granjeó por su sacrificio en cruz. Quiere decir comenzar a vivir en el mundo, pero sin ser del mundo, porque ponemos la mirada en Jesús, camino del Padre que nos conduce al Reino de los cielos. Quiere decir comenzar a vivir de cara a la eternidad, y considerar a esta vida terrena como sólo una prueba, necesaria de pasar, para alcanzar la vida eterna. Tomar la cruz y seguir a Jesús, quiere decir asumir que estamos contaminados por la mancha del pecado e intoxicados a muerte con su veneno mortal, y que no podemos, de ninguna manera, librarnos por nosotros mismos de esta condición de pecadores, que equivale a decir ser muertos vivientes que se encaminan a la Segunda Muerte, la eterna condenación; tomar la cruz y seguir a Jesús significa tomar conciencia de que sólo la Sangre de Jesús puede quitarnos la malicia que brota sin cesar de nuestro corazón humano, herido de muerte por el pecado original, y que sólo si lo seguimos en el camino del Calvario, no sólo serán expiados nuestros pecados, sino que recibiremos la vida eterna, como lo dice Santa Edith Stein: “(…) Es Cristo-Cabeza quien expía el pecado en los miembros de su cuerpo místico que se ponen a disposición de su obra de redención en cuerpo y alma (es decir, aquellos que toman la cruz y lo siguen, N. del R.) (…) Los amantes de la cruz que El suscitó y que nuevamente y siempre suscitará en la historia cambiante de la Iglesia militante, son sus aliados en el tiempo final. A ello hemos sido llamados también nosotros”[7].
“El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí”. Jesús nos llama a abrazar la Cruz, porque quiere conducirnos, de la tristeza de este mundo presente, a la alegría sin fin del Reino de los cielos.




[1] Cfr. Odo Casel, Misterio de la Cruz, Ediciones Guadarrama, Madrid2 1964, 62.
[2] El verdadero y único “árbol de la vida” es la Santa Cruz de Jesús, y no el árbol gnóstico de la Cábala, utilizado como amuleto mágico.
[3] Antífona del Benedictus en la Fiesta de la Exaltación de la Cruz.
[4] En el sentido paulino, es la  suma de dinero que debía pagarse para liberar a un esclavo: “Habéis sido comprados a precio” (1 Cor 6, 20).
[5] Antífona del Magnificat de las primeras Vísperas de la Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz.
[6] Cfr. Casel, o. c., 63.
[7] Santa Teresa Benedicta de la Cruz, Edith Stein, (1891-1942), Amor por la Cruz,;  Ediciones del Monte Carmelo; 1934, Vol. V, 623.

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