(Domingo
XIII - TO - Ciclo A – 2017)
“El
que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí” (Mt 10, 37-42). Jesús nos dice qué es lo que tenemos que hacer para “ser
dignos de Él”, es decir, para ser llamados “cristianos” o “discípulos” suyos:
tomar la cruz y seguirlo. Quien no toma la cruz y lo sigue, no puede llamarse
cristiano. Ahora bien, ¿qué significa exactamente “tomar la cruz”, y qué es la
cruz, indispensable para ser llamados verdaderamente cristianos? ¿Adónde va
Jesús, cargado con la cruz, puesto que si tomamos la cruz es para seguirlo
a Él?
Ante
todo, si consideramos a la cruz en sí misma, podemos decir con seguridad que se
trata de un instrumento de muerte y tortura, reservado, como hacían los
romanos, para castigar a los peores delincuentes, a los bandidos y criminales
que habían demostrado, con su comportamiento, que no merecían ya vivir entre
los hombres y por eso debían morir con la muerte más horrible y dolorosa, la
muerte de cruz, para que antes de perder la vida, pagaran con sus sufrimientos
el mal que habían cometido en esa vida[1]. Considerada
de esta manera, es decir, de un modo racional, sin la luz de la fe, la cruz que
nos exige tomar Jesús como condición indispensable para seguirlo, es
equivalente a elegir el camino de la tortura, del displacer, de la ignominia,
del dolor y de la muerte.
Sin
embargo, no podemos reflexionar sobre las palabras de Jesús y sobre su pedido
de “tomar la cruz”, de otra manera que no sea a la luz de la fe de la Iglesia,
ya que allí se encuentra la verdadera y única valoración sobrenatural de la
cruz. La Iglesia compara, a la cruz, con un árbol, y no con un árbol
cualquiera, sino con un “árbol de la vida”[2],
vida que resulta ser, no la del hombre, sino la vida divina, la vida misma de
Dios. Al referirse a la cruz, la Iglesia la exalta y la compara con un árbol: “Sólo
tú (el árbol de la vida, la cruz) has sido exaltado por encima de todos los
cedros; de ti estuvo suspendida la vida del mundo; en ti triunfó Cristo; en ti
venció la muerte a la muerte para siempre”[3]. Esta
especie de árbol milagroso, más hermoso que los cedros de Dios”, es la Santa
Cruz de Jesús, tal como la misma Iglesia lo dice: “¡Oh Cruz, más esplendorosa
que todos los astros! ¡Más gloriosa que el mundo, amable en extremo para los
hombres, más santa que nadie! ¡Tú sola fuiste digna de llevar el precio[4]
del mundo! ¡Madero amado, clavos amados! Llevas una carga amada, madero…”[5]. La
Iglesia considera, entonces, a la Cruz de Jesús, no un patíbulo en el que el
criminal condenado debe ser levantado en alto para, en medio de atroces
tormentos y dolores, ser quitado de en medio de los vivientes[6];
para la Iglesia, la Cruz no es un madero ensangrentado, sino que es un madero
más valioso que “todos los cedros del Líbano”, y no es un instrumento de muerte
atroz, sino el verdadero y único Árbol de la vida, porque en la Cruz estuvo
suspendido el Cordero de Dios, Cristo Jesús, que es la Vida Increada en sí
misma, y que al morir en la cruz, con su Muerte dio muerte a la muerte, y con
la efusión de Sangre de sus heridas y de su Corazón traspasado, nos concedió la
Vida eterna, la vida misma de Dios Trino, la vida de su Ser divino trinitario. Por
este motivo, para el cristiano, el “árbol de la vida”, no es el árbol gnóstico
de la cábala judía, que se utiliza a modo de amuleto mágico –y que se vende y
es adquirido por los cristianos que ignoran su significado mágico y diabólico-;
para el cristiano, el verdadero y único “Árbol de la vida”, es la Santa Cruz de
Jesús, porque en la Cruz estuvo suspendido El que Es la Vida divina en sí
misma, que venció a la muerte con su muerte en cruz, para donarnos su Vida
divina. La Cruz de Jesús no es sólo “superación definitiva de la muerte”, sino recepción,
por parte del alma, de la vida misma de Dios Uno y Trino, vida recibida por
medio de la efusión de Sangre de su Corazón traspasado. Ésta es la razón por la
cual Jesús nos dice que si no tomamos la cruz y lo seguimos, “no somos dignos
de Él”.
Ahora
bien, ¿qué significa este “tomar la cruz”? Lo dice Jesús: “Si alguno quiere
venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, cargue con su cruz, y me siga”. Tomar
la cruz quiere decir “renunciar a sí mismo”, esto es, al hombre viejo, al
hombre dominado por las pasiones –la ira, la maledicencia, la pereza, la
injusticia, la malicia de todo tipo-, al hombre que, apegado a esta vida
terrena, no quiere salir de esta vida, porque se aferra a los bienes
materiales, a los placeres terrenos, al tiempo y a la vida puramente natural y
humana, a los placeres y felicidades temporales y pecaminosos que el mundo sin
Dios ofrece.
Seguir a Jesús, que marca el camino del Calvario con la
señal de su Sangre derramada, que brota de las heridas de su Cuerpo
ensangrentado, significa seguir al Cordero que, por su inmolación en el
Calvario, nos conduce por el único camino que lleva a la feliz eternidad. Tomar
la cruz y seguir a Jesús quiere decir, en primer lugar y ayudados por la gracia,
luchar contra el pecado, que nace de lo profundo del corazón, según las palabras
de Jesús –“Es del corazón del hombre…-, para comenzar a vivir la vida de la
gracia, pero todo como anticipo de la vida eterna que Jesús nos granjeó por su
sacrificio en cruz. Quiere decir comenzar a vivir en el mundo, pero sin ser del
mundo, porque ponemos la mirada en Jesús, camino del Padre que nos conduce al
Reino de los cielos. Quiere decir comenzar a vivir de cara a la eternidad, y
considerar a esta vida terrena como sólo una prueba, necesaria de pasar, para
alcanzar la vida eterna. Tomar la cruz y seguir a Jesús, quiere decir asumir
que estamos contaminados por la mancha del pecado e intoxicados a muerte con su
veneno mortal, y que no podemos, de ninguna manera, librarnos por nosotros
mismos de esta condición de pecadores, que equivale a decir ser muertos
vivientes que se encaminan a la Segunda Muerte, la eterna condenación; tomar la
cruz y seguir a Jesús significa tomar conciencia de que sólo la Sangre de Jesús
puede quitarnos la malicia que brota sin cesar de nuestro corazón humano,
herido de muerte por el pecado original, y que sólo si lo seguimos en el camino
del Calvario, no sólo serán expiados nuestros pecados, sino que recibiremos la
vida eterna, como lo dice Santa Edith Stein: “(…) Es Cristo-Cabeza quien expía
el pecado en los miembros de su cuerpo místico que se ponen a disposición de su
obra de redención en cuerpo y alma (es decir, aquellos que toman la cruz y lo
siguen, N. del R.) (…) Los amantes de la cruz que El suscitó y que nuevamente y
siempre suscitará en la historia cambiante de la Iglesia militante, son sus
aliados en el tiempo final. A ello hemos sido llamados también nosotros”[7].
“El
que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí”. Jesús nos llama a abrazar
la Cruz, porque quiere conducirnos, de la tristeza de este mundo presente, a la
alegría sin fin del Reino de los cielos.
[1] Cfr. Odo Casel, Misterio de
la Cruz, Ediciones Guadarrama, Madrid2 1964, 62.
[2] El verdadero y único “árbol de
la vida” es la Santa Cruz de Jesús, y no el árbol gnóstico de la Cábala,
utilizado como amuleto mágico.
[3] Antífona del Benedictus en la Fiesta de la Exaltación
de la Cruz.
[4] En el sentido paulino, es
la suma de dinero que debía pagarse para
liberar a un esclavo: “Habéis sido comprados a precio” (1 Cor 6, 20).
[5] Antífona del Magnificat de las primeras Vísperas de
la Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz.
[6] Cfr. Casel, o. c., 63.
[7] Santa Teresa Benedicta de la Cruz, Edith Stein,
(1891-1942), Amor por la Cruz,; Ediciones
del Monte Carmelo; 1934, Vol. V, 623.
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