Cristo
establece un sacerdocio nuevo y definitivo, para cancelar nuestros pecados y
concedernos la filiación divina. En este nuevo sacerdocio, los sacerdotes
humanos reciben su potestad divina –entre ellas, la de la transubstanciación,
por la cual el pan se convierte en el Cuerpo de Cristo y el vino en su Sangre- por
participación al poder sacerdotal de Cristo, puesto que Él es el Sumo y Eterno
Sacerdote de la Nueva Alianza, que suplanta al sacerdocio de la Antigua
Alianza. Pero Jesús no es solo Sumo Sacerdote, sino que es al mismo tiempo
Altar en donde se inmola la Víctima, que es Él mismo, y que por lo mismo, por
ser una Víctima Perfectísima, sustituye a los sacrificios de la Antigua
Alianza. La Víctima que este Sumo Sacerdote ofrece, en el Altar Inmaculado que
es su Humanidad Santísima, es su propio Cuerpo, en el sacrificio del Calvario. La
Escritura dice así de Jesús, en cuanto Hombre-Dios que se encarna para
inmolarse en la cruz: “Cristo, al entrar en este mundo, dice: “No quisiste sacrificios
ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo; no te complaciste en holocaustos
ni en sacrificios por el pecado; entonces yo exclamé: “Ya estoy aquí, oh Dios,
para cumplir tu voluntad -pues así está escrito de mí en el rollo de la ley”. Dice
lo primero: “No quisiste sacrificios, ni ofrendas, ni holocaustos, si
sacrificios por el pecado, ni en ellos te complaciste”, a pesar de que todos
ellos son ofrecidos según la ley. Pero en seguida dice: “Ya estoy aquí para
cumplir tu voluntad”. Con esto abroga lo primero y establece lo segundo” (Hb 10, 5-10). El sacrificio ofrecido por
el Sumo y Eterno Sacerdote, el sacrificio de su Cuerpo, nos santifica, porque
el Cuerpo que ofrece este Sacerdote, es su Cuerpo, inhabitado por la divinidad:
“En virtud de esta voluntad, quedaremos nosotros santificados por la oblación
del cuerpo de Jesucristo, ofrecida una vez y para siempre” (Hb 10, 5-10). Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote,
ofrece entonces, en el altar de la cruz y en su Humanidad Santísima, la Víctima
Perfectísima, Pura, sin mancha, Inmaculada, la Hostia Purísima que es su Cuerpo
Purísimo y sin mancha, para que asumiendo en sí el dolor humano, dejando que
brotara su Sangre Preciosísima de su Cuerpo flagelado y crucificado, y cayendo
esta Sangre del Cordero en nuestros corazones, nos viéramos libres del pecado
al lavar esta Sangre nuestras iniquidades, recibiéramos la filiación divina y
nos convirtiéramos en herederos del Reino. Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, hace
todo esto solo movido por el Amor infinito y eterno de su Sagrado Corazón.
En
consecuencia, nuestro deber de amor es, como dice el Papa Pío XII[1], imitar
a Jesús, Sacerdote y Víctima, llevando una vida de santidad, y unirnos a su
sacrificio en cruz para ser crucificados con Él, para “morir místicamente” con
Él y así nacer a la vida nueva de los hijos de Dios: “(…) Jesucristo es
sacerdote, pero no para sí mismo, sino para nosotros, porque presenta al Padre
eterno las plegarias y los anhelos religiosos de todo el género humano;
Jesucristo es también víctima, pero en favor nuestro, ya que sustituye al
hombre pecador. Por esto, aquellas palabras del Apóstol: “Tened entre vosotros los
sentimientos propios de una vida en Cristo Jesús” exigen de todos los
cristianos que reproduzcan en sí mismos, en cuanto lo permite la naturaleza
humana, el mismo estado de ánimo que tenía nuestro Redentor cuando se ofrecía
en sacrificio: la humilde sumisión del espíritu, la adoración, el honor, la alabanza
y la acción de gracias a Dios. Aquellas palabras exigen, además, a los
cristianos que reproduzcan en sí mismos las condiciones de víctima: la
abnegación propia, según los preceptos del Evangelio, el voluntario y
espontáneo ejercicio de la penitencia, el dolor y la expiación de los pecados.
Exigen, en una palabra, nuestra muerte mística en la cruz con Cristo, para que
podamos decir con san Pablo: “Estoy crucificado con Cristo””. Y el lugar y el
momento más adecuado para esta unión y muerte mística con Jesucristo, Sumo y
Eterno Sacerdote, Altar Sacrosanto de la Nueva Alianza y Víctima Purísima y
Perfectísima, es en la renovación incruenta y sacramental de su sacrificio en
cruz, la Santa Misa.
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