viernes, 30 de junio de 2017

“Quiero, queda limpio”


“Quiero,  queda limpio” (Mt 8,1-4). Un leproso se postra ante Jesús y le suplica que lo cure. Jesús extiende su mano y la lepra queda curada al instante: “Un leproso fue a postrarse ante él y le dijo: “Señor, si quieres, puedes purificarme”. Jesús extendió la mano y lo tocó, diciendo: “Lo quiero, queda purificado. Y al instante quedó purificado de su lepra”. Se destacan, por un lado, la fe del leproso en la condición divina de Jesucristo, y la misericordia por parte de Jesús, ya que le concede la completa curación al leproso que se lo imploraba. Pero además hay un significado sobrenatural oculto en el episodio: la lepra es figura del pecado; al curar la lepra milagrosamente, Jesús se muestra como Dios misericordioso y omnipotente, que ha venido para quitar la lepra del alma, que es el pecado. Esta lepra la quita Jesús, personalmente, al derramar sobre el alma del penitente su Sangre Preciosísima, por medio del Sacramento de la Confesión. Entonces, al igual que el leproso, y en acción de gracias por este don, postrémonos ante Jesús Eucaristía, dando gracias por su infinita misericordia.
Comentando este pasaje, Simeón el Nuevo Teólogo[1], monje griego, confirma esta concepción de la lepra como analogía del pecado y, en un himno compuesto por él, se coloca en el lugar del leproso, dirigiéndole así a Jesucristo estas palabras, en acción de gracias por haberlo curado de la lepra espiritual que es el pecado: “Antes que brillara la luz divina, no me conocía a mí mismo”. La luz divina es Cristo y el alma que no se conoce, no se conoce porque está envuelta en las tinieblas del pecado. “Viéndome entonces en las tinieblas y en la prisión, encerrado en un lodazal, cubierto de suciedad, herido, mi carne hinchada..., caí a los pies de aquél que me había iluminado”. Cuando Cristo, Luz de Luz divina, ilumina al alma, ésta puede verse a sí misma, tal como la ve Dios, y se ve “cubierta de suciedad, herida, con su carne hinchada”, es decir, infectada por el pecado. “Y aquél que me había iluminado toca con sus manos mis ataduras y mis heridas; allí donde su mano toca y donde su dedo se acerca, caen inmediatamente mis ataduras, desaparecen las heridas, y toda suciedad”. Cuando Cristo, Médico Divina, toca al alma con su divinidad y su gracia, desaparece al instante la mancha del pecado y el alma queda limpia, sin heridas y sin suciedades. “La mancha de mi carne desaparece... de tal manera que la vuelve semejante a su mano divina. Extraña maravilla: mi carne, mi alma y mi cuerpo participan de la gloria divina”. Al tocar Cristo al alma con su divinidad, desaparecen del alma la infección espiritual que es el pecado, quedando el alma purificada, pero no solo eso, sino que el alma es hecha partícipe de la divinidad: “mi alma y mi cuerpo participan de la gloria divina”. Cristo quita el pecado del alma, sacándola del lodazal en la que el alma se encuentra, y cubre al alma del Amor Divino: “Desde que he sido purificado y liberado de mis ataduras, me tiende una mano divina, me saca enteramente del lodazal, me abraza, se echa a mi cuello, me cubre de besos (Lc 15, 20)”. Al quitar el pecado y ser hecha partícipe de la gracia divina, el alma recibe la misma fuerza del Hombre-Dios, liberándola del infierno y la lleva al cielo, revistiendo al alma con la gracia, con el vestido de los hijos de Dios: “Y a mí, que estaba totalmente agotado, y que había perdido mis fuerzas me pone sobre sus hombros (Lc 15, 5), y me lleva lejos de mi infierno... Es la luz que me arrebata y me sostiene; me arrastra hacia una gran luz... Me hace contemplar porque extraño remodelaje , él mismo me ha rehecho (Gn 2,7) y me ha arrancado de la corrupción. Me ha regalado una vida inmortal y me ha revestido de ropa inmaterial y luminosa y me ha dado sandalias, anillo y corona incorruptibles y eternas (Lc 15, 22).



[1] c. 949-1022; Himno 30.

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