“Quiero,
queda limpio” (Mt 8,1-4). Un leproso se postra ante Jesús y le suplica que lo
cure. Jesús extiende su mano y la lepra queda curada al instante: “Un leproso
fue a postrarse ante él y le dijo: “Señor, si quieres, puedes purificarme”. Jesús
extendió la mano y lo tocó, diciendo: “Lo quiero, queda purificado. Y al
instante quedó purificado de su lepra”. Se destacan, por un lado, la fe del
leproso en la condición divina de Jesucristo, y la misericordia por parte de
Jesús, ya que le concede la completa curación al leproso que se lo imploraba. Pero
además hay un significado sobrenatural oculto en el episodio: la lepra es
figura del pecado; al curar la lepra milagrosamente, Jesús se muestra como Dios
misericordioso y omnipotente, que ha venido para quitar la lepra del alma, que
es el pecado. Esta lepra la quita Jesús, personalmente, al derramar sobre el
alma del penitente su Sangre Preciosísima, por medio del Sacramento de la
Confesión. Entonces, al igual que el leproso, y en acción de gracias por este
don, postrémonos ante Jesús Eucaristía, dando gracias por su infinita
misericordia.
Comentando
este pasaje, Simeón el Nuevo Teólogo[1], monje
griego, confirma esta concepción de la lepra como analogía del pecado y, en un
himno compuesto por él, se coloca en el lugar del leproso, dirigiéndole así a Jesucristo
estas palabras, en acción de gracias por haberlo curado de la lepra espiritual
que es el pecado: “Antes que brillara la luz divina, no me conocía a mí mismo”.
La luz divina es Cristo y el alma que no se conoce, no se conoce porque está
envuelta en las tinieblas del pecado. “Viéndome entonces en las tinieblas y en
la prisión, encerrado en un lodazal, cubierto de suciedad, herido, mi carne
hinchada..., caí a los pies de aquél que me había iluminado”. Cuando Cristo,
Luz de Luz divina, ilumina al alma, ésta puede verse a sí misma, tal como la ve
Dios, y se ve “cubierta de suciedad, herida, con su carne hinchada”, es decir,
infectada por el pecado. “Y aquél que me había iluminado toca con sus manos mis
ataduras y mis heridas; allí donde su mano toca y donde su dedo se acerca, caen
inmediatamente mis ataduras, desaparecen las heridas, y toda suciedad”. Cuando Cristo,
Médico Divina, toca al alma con su divinidad y su gracia, desaparece al
instante la mancha del pecado y el alma queda limpia, sin heridas y sin
suciedades. “La mancha de mi carne desaparece... de tal manera que la vuelve
semejante a su mano divina. Extraña maravilla: mi carne, mi alma y mi cuerpo participan
de la gloria divina”. Al tocar Cristo al alma con su divinidad, desaparecen del
alma la infección espiritual que es el pecado, quedando el alma purificada,
pero no solo eso, sino que el alma es hecha partícipe de la divinidad: “mi alma
y mi cuerpo participan de la gloria divina”. Cristo quita el pecado del alma,
sacándola del lodazal en la que el alma se encuentra, y cubre al alma del Amor
Divino: “Desde que he sido purificado y liberado de mis ataduras, me tiende una
mano divina, me saca enteramente del lodazal, me abraza, se echa a mi cuello, me
cubre de besos (Lc 15, 20)”. Al quitar
el pecado y ser hecha partícipe de la gracia divina, el alma recibe la misma
fuerza del Hombre-Dios, liberándola del infierno y la lleva al cielo,
revistiendo al alma con la gracia, con el vestido de los hijos de Dios: “Y a mí,
que estaba totalmente agotado, y que había perdido mis fuerzas me pone sobre
sus hombros (Lc 15, 5), y me lleva
lejos de mi infierno... Es la luz que me arrebata y me sostiene; me arrastra
hacia una gran luz... Me hace contemplar porque extraño remodelaje , él mismo
me ha rehecho (Gn 2,7) y me ha
arrancado de la corrupción. Me ha regalado una vida inmortal y me ha revestido
de ropa inmaterial y luminosa y me ha dado sandalias, anillo y corona incorruptibles
y eternas (Lc 15, 22).
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