viernes, 2 de junio de 2017

Solemnidad de Pentecostés


(Ciclo A – 2017)

         El envío del Espíritu Santo por parte de Jesús en Pentecostés como “viento y fuego” es el cumplimiento de su promesa: “Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros; pero si me voy, os lo enviaré” (Jn 16, 7)” y también: “Cuando venga el Consolador, a quien yo enviaré del Padre, es decir, el Espíritu de verdad que procede del Padre, El dará testimonio de mí” (Jn 15, 26).     Todo el misterio pascual de Jesús –Encarnación, Vida Oculta, Vida Pública, Pasión, Muerte, Resurrección, Ascensión- está motivado por el Amor Divino y para donar el Amor Divino. No hay otra motivación que no sea el Amor de Dios en la historia de la salvación de la humanidad y en la historia de la salvación de cada hombre en particular: “Les conviene que Yo me vaya, porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a ustedes” (Jn 16, 7): Jesús sufre su Pasión, y a nosotros “nos conviene” que Él muera, para que nos envíe su Espíritu, el Amor de Dios; “Estando los discípulos reunidos, sopló sobre ellos y les dijo: ‘Recibid el Espíritu Santo’” (Jn 20, 22; cfr. Hch 2, 1-11): una vez muerto y resucitado, se aparece a los discípulos, y sopla sobre ellos el Espíritu Santo, el Amor de Dios. Nada hace Jesús por obligación; todo es por Amor, por su Amor, que es el Amor del Padre y del Hijo. Todo su misterio pascual se origina y no tiene otro fin que el Amor. El don de Jesucristo a la Iglesia para Pentecostés, obtenido al precio altísimo de su Sangre Preciosísima, es el Amor de Dios Uno y Trino. Jesús envía entonces el Espíritu Santo en Pentecostés, y por el hecho de tratarse de un evento de tanta trascendencia, que corona y culmina su misterio pascual,  nos preguntamos: ¿quién es el Espíritu Santo y por qué motivo lo envía Jesús?
         Ante todo, el Espíritu Santo es el Amor de Dios: es la emanación del Amor recíproco del Padre y del Hijo. Podríamos decir, es el amor que Dios Padre y Dios Hijo se tienen mutuamente, desde la eternidad, y es tan inmenso, tan eterno, tan puro, tan perfecto, tan infinito, que se constituye en Persona, en Don, del Uno al Otro, y ése es el Espíritu Santo, el Don recíproco del Padre al Hijo. Y ése Don, del Padre al Hijo, que se espiran mutuamente en la eternidad, y que por ser tan inmensamente grande y perfecto, al punto de constituir una Persona, la Persona-Amor de la Trinidad, es el Don que nos comunica Jesucristo en Pentecostés y es el que nos santifica por la gracia[1].
El Amor de Dios, es un amor Puro, Perfecto, espiritual, infinito, eterno, celestial, que no se deja llevar por las apariencias, que mira lo más profundo del ser del hombre y de las cosas; es un Amor inagotable, pero también incomprensible para el hombre –por eso el hombre no puede entender cómo Dios puede perdonar al pecador más empedernido-. El Espíritu Santo es una Persona divina (recordemos que hay tres tipos de personas: personas humanas, personas angélicas, y personas divinas; el Espíritu Santo es “Persona Divina”); es la Persona Tercera de la Trinidad; es la Persona-Amor de la Trinidad, espirada por el Padre al Hijo y por el Hijo al Padre; es el Amor, que une al Padre en el Hijo y al Hijo en el Padre. Puesto que Dios es “Espíritu Puro”, de las Tres Personas que hay en la Trinidad, le corresponde el nombre de “Espíritu” a la Tercera, porque es la “expresión y el sello de la unidad espiritual entre el Padre y el Hijo”[2]. La operación propia del Espíritu Puro es la de conocer y querer; por lo mismo, en cuanto Dios, el Espíritu Santo conoce y quiere de modo perfectísimo. La Escritura dice que el Espíritu Santo es “el Espíritu del Padre” (Mt 10, 20) y es también “el Espíritu del Hijo” (Gál 4, 6). Es Persona divina, lo cual quiere decir que posee el mismo Ser trinitario divino del Padre y del Hijo y posee asimismo la misma naturaleza divina del Padre y del Hijo; se diferencia del Padre y del Hijo solamente porque es espirado en forma conjunta por el Padre y por el Hijo, desde la eternidad, pero al ser Dios, porque posee el mismo Ser trinitario y la misma naturaleza divina que el Padre y el Hijo, recibe la misma adoración y gloria. Esto último nos lo enseña la Iglesia en el Credo: “Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria” (Credo Niceno-Constantinopolitano). El Espíritu Santo es Dios verdadero, como el Padre y el Hijo. En Hechos 5, 3-5, se dice que: “mentir al Espíritu Santo es mentir a Dios”, es decir, se equipara la mentira al Espíritu Santo con la mentira a Dios, porque el Espíritu Santo es Dios.
¿Qué hace el Espíritu Santo en la Iglesia? Nos recuerda la Verdad de Jesucristo; santifica nuestras almas y cuerpos, convirtiendo nuestros cuerpos en templos de su propiedad y  nuestros corazones en altares en donde se adore a Jesús Eucaristía. El Espíritu Santo nos recuerda la Verdad de Jesucristo, que es Dios Hijo encarnado, la Segunda Persona de la Trinidad que asume hipostáticamente una naturaleza humana al encarnarse en el seno virgen de María, y que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, lo cual constituye la esencia de la Fe católica. Sin esta función mnemónica del Espíritu Santo, la Iglesia Católica no es Iglesia Católica; la gracia del Espíritu Santo, donado por Cristo y por el Padre desde el sacramento eucarístico, nos permite conocer a Cristo tal como Cristo es, y no de manera deformada o rebajada según nuestra capacidad de conocimiento.: “El Espíritu Santo les hablará de Mí” (cfr. Jn 16, 12-15); “El Espíritu Santo les recordará todo lo que Yo les he dicho” (Jn 14, 26). A través de la gracia, recibimos un conocimiento sobrenatural y divino, y tenemos así una noción de Dios como la que Dios tiene de sí mismo. Y así como sin la luz del Espíritu Santo rebajamos el misterio de Cristo a aquello que podemos comprender, y con eso vaciamos todo el misterio, así, con la sola capacidad de nuestra mente, pensamos en la Eucaristía solo como un pan bendecido, porque ha sido consagrado en el altar, pero nunca pensamos en la Eucaristía como el misterio de la Presencia sacramental del Cordero de Dios, que se inmola en la cruz del altar, que derrama su Sangre sobre el cáliz, que dona su Cuerpo resucitado y con su Cuerpo resucitado la Vida eterna y con la Vida eterna su Espíritu, que nos une en el amor a las Personas de la Trinidad. Sin el conocimiento del Espíritu Santo, vemos la misa como un rito piadoso, al que asistimos porque creemos que de alguna forma damos culto a Dios, pero no vemos en la Misa ni el sacrificio del Calvario, ni la Resurrección de Cristo, ni la Adoración del Cordero. “El Espíritu Santo les hablará de Mí”. El Espíritu Santo, Don de dones, insuflado por Cristo desde la Eucaristía, es quien nos da el verdadero conocimiento de Cristo, y con el conocimiento, el amor de Cristo Eucaristía.
Otra función esencial que cumple el Espíritu Santo es la santificar nuestras almas y nuestros cuerpos, convirtiéndolos en templos de su propiedad, según lo afirma San Pablo, cuando dice que “el cuerpo es templo del Espíritu Santo” (1 Cor 6, 19) -y nosotros agregamos que el corazón es altar de la Eucaristía, y lo que hace el Espíritu Santo, Soplo de Amor divino (cfr. Jn 3, 5.7-15), es convertir nuestros corazones, negros, fríos y duros como el carbón, en brasas incandescentes que iluminen e irradien el Fuego del Divino Amor.
Por último, el Espíritu Santo, donado a la Iglesia universal en Pentecostés, se nos dona cada vez por la gracia conferida por los sacramentos, principalmente, la Confesión Sacramental, la Eucaristía y la Confirmación. Con respecto a la Confirmación, la Iglesia nos enseña, desde el Concilio de Florencia[3] que la Confirmación es el Pentecostés de todo cristiano; las palabras del Concilio son: “en la Confirmación el Espíritu Santo se da para fortificar al fiel lo mismo que fue dado a los Apóstoles el día de Pentecostés”[4]. Es la Confirmación, por lo tanto, el verdadero –y único- “bautismo en el Espíritu”, porque se recibe al Espíritu no solo en sus dones, sino en su Persona, como Don exclusivo del confirmando, para que éste lo posea y en el Espíritu Santo se goce en su alma, espiritualmente, y aunque este gozo no pueda ser percibido sensiblemente, es un verdadero gozo espiritual[5].
Jesús envía el Espíritu Santo en Pentecostés, pero el Espíritu Santo nada puede hacer si nosotros no correspondemos  a la gracia del Don de dones; en otras palabras, el hecho de que Jesús envíe el Espíritu Santo santifica a la Iglesia –por eso, la Esposa de Cristo, la Iglesia, es santa-, pero no santifica personalmente, a los bautizados de modo particular, si estos no corresponden, con su libertad, al don del Espíritu Santo, obrando la misericordia. ¿Cómo sabemos si correspondemos al Espíritu Santo? ¿Cómo sabemos si de verdad poseemos el Espíritu o no? No lo podemos saber a ciencia cierta, y solo podemos hacer conjeturas, pero hay un signo que sí nos indica, con toda certeza, que en nuestros corazones NO habita el Espíritu Santo, y es el guardar odio o rencor a nuestros enemigos. Si esto hacemos, el sacrificio de Cristo en la cruz y su Don, el Amor de Dios, no nos habrá servido para nada. Para que el don del Espíritu Santo no sea en vano para nosotros, oremos al Santo Espíritu de Dios con la siguiente oración de Francisca Javiera del Valle[6]: “¡Ven, Santo y Divino Espíritu! ¡Ven como Luz, e ilumínanos a todos! ¡Ven como fuego y abrasa los corazones, para que todos ardan en amor divino! Ven, date a conocer a todos, para que todos conozcan al Dios único verdadero y le amen, pues es la única cosa que existe digna de ser amada. Ven, Santo y Divino Espíritu, ven como Lengua y enséñanos a alabar a Dios incesantemente, ven como Nube y cúbrenos a todos con tu protección y amparo, ven como lluvia copiosa y apaga en todos el incendio de las pasiones, ven como suave rayo y como sol que nos caliente, para que se abran en nosotros aquellas virtudes que Tú mismo plantaste en el día en que fuimos regenerados en las aguas del bautismo. Ven como agua vivificadora y apaga con ella la sed de placeres que tienen todos los corazones; ven como Maestro y enseña a todos tus enseñanzas divinas y no nos dejes hasta no haber salido de nuestra ignorancia y rudeza. Ven y no nos dejes hasta tener en posesión lo que quería darnos tu infinita bondad cuando tanto anhelaba por nuestra existencia. Condúcenos a la posesión de Dios por amor en esta vida y a la que ha de durar por los siglos sin fin. Amén”.




[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 417.
[2] Cfr. Scheeben, Los misterios, 104.
[4] Cfr. Denzinger-Schoenmetzer 697.
[5] Es recibir plenamente al Espíritu santo aunque muchos muy dados a las sensaciones pueden cuestionar que este sacramento no viene con signos externos y milagros, sin embargo este es el Espíritu de Cristo que obra en nosotros silenciosamente y de manera misteriosa, como los otros Sacramentos. “¡Porque me has visto, has creído! Bienaventurados los que no vieron y creyeron!” (Jn. 20:29). Por lo tanto, el Bautismo en el Espíritu es solamente una experiencia mística de los grupos carismáticos, no relevante para alcanzar la santidad. No es un Sacramento. Es una oración de fe, para reavivar lo que el Señor dio en el Sacramento del Bautismo y en la Confirmación. Por ende no se puede decir que esta experiencia mística sea necesaria para todo cristiano ni hace superior a los demás, sencillamente es una expresión de fe que puede ser similar a la vivida en una oración ante el Santísimo sin expresiones corporales externas, nada más que paz y comunión con Jesús.
[6] Cfr. Decenario al Espíritu Santo.

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