(Ciclo
A – 2017)
El envío del Espíritu Santo por parte de Jesús en
Pentecostés como “viento y fuego” es el cumplimiento de su promesa: “Os
conviene que yo me vaya; porque si no me voy, el Consolador no vendrá a
vosotros; pero si me voy, os lo enviaré” (Jn
16, 7)” y también: “Cuando venga el Consolador, a quien yo enviaré del Padre,
es decir, el Espíritu de verdad que procede del Padre, El dará testimonio de mí”
(Jn 15, 26). Todo el misterio pascual de Jesús –Encarnación, Vida Oculta, Vida
Pública, Pasión, Muerte, Resurrección, Ascensión- está motivado por el Amor
Divino y para donar el Amor Divino. No hay otra motivación que no sea el Amor
de Dios en la historia de la salvación de la humanidad y en la historia de la
salvación de cada hombre en particular: “Les conviene que Yo me vaya, porque si
no me voy, el Paráclito no vendrá a ustedes” (Jn 16, 7): Jesús sufre su Pasión, y a nosotros “nos conviene” que
Él muera, para que nos envíe su Espíritu, el Amor de Dios; “Estando los
discípulos reunidos, sopló sobre ellos y les dijo: ‘Recibid el Espíritu Santo’”
(Jn 20, 22; cfr. Hch 2, 1-11): una vez muerto y resucitado, se aparece a los
discípulos, y sopla sobre ellos el Espíritu Santo, el Amor de Dios. Nada hace
Jesús por obligación; todo es por Amor, por su Amor, que es el Amor del Padre y
del Hijo. Todo su misterio pascual se origina y no tiene otro fin que el Amor. El
don de Jesucristo a la Iglesia para Pentecostés, obtenido al precio altísimo de
su Sangre Preciosísima, es el Amor de Dios Uno y Trino. Jesús envía entonces el
Espíritu Santo en Pentecostés, y por el hecho de tratarse de un evento de tanta
trascendencia, que corona y culmina su misterio pascual, nos preguntamos: ¿quién es el Espíritu Santo y
por qué motivo lo envía Jesús?
Ante todo, el Espíritu Santo es el Amor de Dios: es la
emanación del Amor recíproco del Padre y del Hijo. Podríamos decir, es el amor
que Dios Padre y Dios Hijo se tienen mutuamente, desde la eternidad, y es tan
inmenso, tan eterno, tan puro, tan perfecto, tan infinito, que se constituye en
Persona, en Don, del Uno al Otro, y ése es el Espíritu Santo, el Don recíproco
del Padre al Hijo. Y ése Don, del Padre al Hijo, que se espiran mutuamente en
la eternidad, y que por ser tan inmensamente grande y perfecto, al punto de
constituir una Persona, la Persona-Amor de la Trinidad, es el Don que nos
comunica Jesucristo en Pentecostés y es el que nos santifica por la gracia[1].
El
Amor de Dios, es un amor Puro, Perfecto, espiritual, infinito, eterno,
celestial, que no se deja llevar por las apariencias, que mira lo más profundo
del ser del hombre y de las cosas; es un Amor inagotable, pero también
incomprensible para el hombre –por eso el hombre no puede entender cómo Dios
puede perdonar al pecador más empedernido-. El Espíritu Santo es una Persona
divina (recordemos que hay tres tipos de personas: personas humanas, personas
angélicas, y personas divinas; el Espíritu Santo es “Persona Divina”); es la
Persona Tercera de la Trinidad; es la Persona-Amor de la Trinidad, espirada por
el Padre al Hijo y por el Hijo al Padre; es el Amor, que une al Padre en el
Hijo y al Hijo en el Padre. Puesto que Dios es “Espíritu Puro”, de las Tres
Personas que hay en la Trinidad, le corresponde el nombre de “Espíritu” a la
Tercera, porque es la “expresión y el sello de la unidad espiritual entre el
Padre y el Hijo”[2].
La operación propia del Espíritu Puro es la de conocer y querer; por lo mismo,
en cuanto Dios, el Espíritu Santo conoce y quiere de modo perfectísimo. La
Escritura dice que el Espíritu Santo es “el Espíritu del Padre” (Mt 10, 20) y es también “el Espíritu del
Hijo” (Gál 4, 6). Es Persona divina,
lo cual quiere decir que posee el mismo Ser trinitario divino del Padre y del
Hijo y posee asimismo la misma naturaleza divina del Padre y del Hijo; se
diferencia del Padre y del Hijo solamente porque es espirado en forma conjunta
por el Padre y por el Hijo, desde la eternidad, pero al ser Dios, porque posee
el mismo Ser trinitario y la misma naturaleza divina que el Padre y el Hijo,
recibe la misma adoración y gloria. Esto último nos lo enseña la Iglesia en el
Credo: “Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre
y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria”
(Credo Niceno-Constantinopolitano). El Espíritu Santo es Dios verdadero, como
el Padre y el Hijo. En Hechos 5, 3-5, se dice que: “mentir al Espíritu Santo es
mentir a Dios”, es decir, se equipara la mentira al Espíritu Santo con la
mentira a Dios, porque el Espíritu Santo es Dios.
¿Qué
hace el Espíritu Santo en la Iglesia? Nos recuerda la Verdad de Jesucristo;
santifica nuestras almas y cuerpos, convirtiendo nuestros cuerpos en templos de
su propiedad y nuestros corazones en
altares en donde se adore a Jesús Eucaristía. El Espíritu Santo nos recuerda la Verdad de Jesucristo, que es
Dios Hijo encarnado, la Segunda Persona de la Trinidad que asume
hipostáticamente una naturaleza humana al encarnarse en el seno virgen de
María, y que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, lo cual constituye la
esencia de la Fe católica. Sin esta función
mnemónica del Espíritu Santo, la Iglesia Católica no es Iglesia Católica; la
gracia del Espíritu Santo, donado por Cristo y por el Padre desde el sacramento
eucarístico, nos permite conocer a Cristo tal como Cristo es, y no de manera
deformada o rebajada según nuestra capacidad de conocimiento.: “El Espíritu
Santo les hablará de Mí” (cfr. Jn 16,
12-15); “El Espíritu Santo les recordará todo lo que Yo les he dicho” (Jn 14, 26). A través de la gracia,
recibimos un conocimiento sobrenatural y divino, y tenemos así una noción de
Dios como la que Dios tiene de sí mismo. Y así como sin la luz del Espíritu
Santo rebajamos el misterio de Cristo a aquello que podemos comprender, y con
eso vaciamos todo el misterio, así, con la sola capacidad de nuestra mente,
pensamos en la Eucaristía solo como un pan bendecido, porque ha sido consagrado
en el altar, pero nunca pensamos en la Eucaristía como el misterio de la
Presencia sacramental del Cordero de Dios, que se inmola en la cruz del altar,
que derrama su Sangre sobre el cáliz, que dona su Cuerpo resucitado y con su
Cuerpo resucitado la Vida eterna y con la Vida eterna su Espíritu, que nos une
en el amor a las Personas de la Trinidad. Sin el conocimiento del Espíritu
Santo, vemos la misa como un rito piadoso, al que asistimos porque creemos que
de alguna forma damos culto a Dios, pero no vemos en la Misa ni el sacrificio
del Calvario, ni la Resurrección de Cristo, ni la Adoración del Cordero. “El
Espíritu Santo les hablará de Mí”. El Espíritu Santo, Don de dones, insuflado
por Cristo desde la Eucaristía, es quien nos da el verdadero conocimiento de
Cristo, y con el conocimiento, el amor de Cristo Eucaristía.
Otra
función esencial que cumple el Espíritu Santo es la santificar nuestras almas y
nuestros cuerpos, convirtiéndolos en templos de su propiedad, según lo afirma
San Pablo, cuando dice que “el cuerpo es templo del Espíritu Santo” (1 Cor 6, 19) -y nosotros agregamos que el
corazón es altar de la Eucaristía, y lo que hace el Espíritu Santo, Soplo de
Amor divino (cfr. Jn 3, 5.7-15), es
convertir nuestros corazones, negros, fríos y duros como el carbón, en brasas
incandescentes que iluminen e irradien el Fuego del Divino Amor.
Por
último, el Espíritu Santo, donado a la Iglesia universal en Pentecostés, se nos
dona cada vez por la gracia conferida por los sacramentos, principalmente, la
Confesión Sacramental, la Eucaristía y la Confirmación. Con respecto a la
Confirmación, la Iglesia nos enseña, desde el Concilio de Florencia[3] que
la Confirmación es el Pentecostés de todo cristiano; las palabras del Concilio
son: “en la Confirmación el
Espíritu Santo se da para fortificar al fiel lo mismo que fue dado a los
Apóstoles el día de Pentecostés”[4].
Es la Confirmación, por lo tanto, el verdadero –y único- “bautismo en el
Espíritu”, porque se recibe al Espíritu no solo en sus dones, sino en su
Persona, como Don exclusivo del confirmando, para que éste lo posea y en el
Espíritu Santo se goce en su alma, espiritualmente, y aunque este gozo no pueda
ser percibido sensiblemente, es un verdadero gozo espiritual[5].
Jesús envía el Espíritu Santo en Pentecostés, pero el
Espíritu Santo nada puede hacer si nosotros no correspondemos a la gracia del Don de dones; en otras palabras,
el hecho de que Jesús envíe el Espíritu Santo santifica a la Iglesia –por eso,
la Esposa de Cristo, la Iglesia, es santa-, pero no santifica personalmente, a
los bautizados de modo particular, si estos no corresponden, con su libertad,
al don del Espíritu Santo, obrando la misericordia. ¿Cómo sabemos si
correspondemos al Espíritu Santo? ¿Cómo sabemos si de verdad poseemos el
Espíritu o no? No lo podemos saber a ciencia cierta, y solo podemos hacer
conjeturas, pero hay un signo que sí nos indica, con toda certeza, que en
nuestros corazones NO habita el Espíritu Santo, y es el guardar odio o rencor a
nuestros enemigos. Si esto hacemos, el sacrificio de Cristo en la cruz y su
Don, el Amor de Dios, no nos habrá servido para nada. Para que el don del
Espíritu Santo no sea en vano para nosotros, oremos al Santo Espíritu de Dios con
la siguiente oración de Francisca Javiera del Valle[6]: “¡Ven, Santo y Divino Espíritu! ¡Ven como
Luz, e ilumínanos a todos! ¡Ven como fuego y abrasa los corazones, para que
todos ardan en amor divino! Ven, date a conocer a todos, para que todos
conozcan al Dios único verdadero y le amen, pues es la única cosa que existe
digna de ser amada. Ven, Santo y Divino Espíritu, ven como Lengua y enséñanos a
alabar a Dios incesantemente, ven como Nube y cúbrenos a todos con tu protección
y amparo, ven como lluvia copiosa y apaga en todos el incendio de las pasiones,
ven como suave rayo y como sol que nos caliente, para que se abran en nosotros
aquellas virtudes que Tú mismo plantaste en el día en que fuimos regenerados en
las aguas del bautismo. Ven como agua vivificadora y apaga con ella la sed de
placeres que tienen todos los corazones; ven como Maestro y enseña a todos tus
enseñanzas divinas y no nos dejes hasta no haber salido de nuestra ignorancia y
rudeza. Ven y no nos dejes hasta tener en posesión lo que quería darnos tu
infinita bondad cuando tanto anhelaba por nuestra existencia. Condúcenos a la
posesión de Dios por amor en esta vida y a la que ha de durar por los siglos
sin fin. Amén”.
[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 417.
[2] Cfr. Scheeben, Los misterios, 104.
[3] Llevado a cabo en el año 1439;
cfr. https://estaeslafe.blogspot.com.ar/2017/05/cuidado-lo-que-debes-saber-de-la.html?m=1
[4] Cfr. Denzinger-Schoenmetzer 697.
[5] Es
recibir plenamente al Espíritu santo aunque muchos muy dados a las sensaciones
pueden cuestionar que este sacramento no viene con signos externos y milagros,
sin embargo este es el Espíritu de Cristo que obra en nosotros silenciosamente
y de manera misteriosa, como los otros Sacramentos. “¡Porque me has visto, has
creído! Bienaventurados los que no vieron y creyeron!” (Jn. 20:29). Por lo tanto, el Bautismo en
el Espíritu es solamente una experiencia mística de los grupos carismáticos, no relevante para alcanzar la santidad. No es un Sacramento. Es una oración de fe,
para reavivar lo que el Señor dio en el Sacramento del Bautismo y en la
Confirmación. Por ende no se puede decir que esta experiencia mística sea
necesaria para todo cristiano ni hace superior a los demás, sencillamente es
una expresión de fe que puede ser similar a la vivida en una oración ante el
Santísimo sin expresiones corporales externas, nada más que paz y comunión con
Jesús.
[6] Cfr. Decenario al Espíritu Santo.
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