El milagro de Bolsena, Francesco Trevisani, 1704, Basílica de Santa Cristina.
(Ciclo
A – 2017)
En el milagro eucarístico que dio origen a Corpus Christi -la
fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo que celebramos al domingo siguiente a
la de la Santísima Trinidad y que fue instituida por el Papa Urbano IV en 1264
para afirmar la presencia real, verdadera y substancial de Jesús en la
Eucaristía- está explicada, con Sabiduría divina, la fe que funda la Iglesia
Católica y que constituye sus cimientos más profundos; al mismo tiempo, está
ratificada, la autoridad del Magisterio de la Iglesia, que nos enseña que, desde
la Última Cena, que fue la Primera Misa, en cada Santa Misa, luego de la
Transubstanciación, esto es, la conversión del pan y del vino por el poder del
Espíritu Santo que obra a través del sacerdote ministerial, en la Hostia
consagrada ya no hay más substancia de pan ni de vino, sino el Cuerpo y la
Sangre del Hombre-Dios encarnado, Jesucristo.
A
este milagro eucarístico, uno de los milagros más extraordinarios de la
historia de la Iglesia que reafirma nuestra condición de Iglesia Católica, se
lo conoce como el “Milagro de Bolsena”, ciudad italiana al norte de Roma y
ocurrió en el año 1263, uno de los períodos más brillantes para la Iglesia –por
la cantidad de teólogos católicos de renombre y por la difusión de un
catolicismo ferviente entre todos los estratos sociales, desde los reyes hasta
los más humildes campesinos-, la Edad Media, tal vez la época en la que más
cerca se estuvo de lograr concretar el concepto de “cristiandad”[1].
En
la Edad Media pululaban las herejías contra la Eucaristía, que eran expuestas
por figuras importantes dentro de la misma Iglesia, siendo una de las más
graves la duda que se sembró en cuanto a la presencia real de Cristo en la
Eucaristía, ocasionando grandes confusiones y problemas de fe para muchos. Por causa
de estos herejes, muchos católicos dudaban de la Fe y del Magisterio de la
Iglesia que afirmaba, como dijimos, que desde la Primera Misa, la Última Cena, en
la Eucaristía ya no había más substancia de pan y vino, sino el Cuerpo y la
Sangre de Cristo. Estas dudas de fe sobrevienen cuando el alma, rechazando la
luz de la gracia recibida en la Primera Comunión y en la Confirmación, se deja
guiar por las tinieblas de la razón de humana que, al no ver cambios exteriores
en el antes, durante y después de la Transubstanciación –en las palabras de la
consagración, en donde el Espíritu Santo, por medio del sacerdote ministerial,
obra la conversión de las substancias del pan y del vino en el Cuerpo y la
Sangre de Cristo-, todo parece igual exteriormente, aunque la Fe católica nos
dice que algo ha cambiado substancialmente, y es que el pan ya no es más pan, sino
el Cuerpo de Cristo, y el vino ya no es más vino, sino la Sangre de Cristo. El
que se deja guiar por su sola razón humana, sin la luz de la Fe y de la Gracia,
está a punto de caer en el más grave error que una persona pueda cometer, y es
el abandonar la Fe católica en la Eucaristía.
En
el año en que ocurrió el milagro, el año 1264, sucedió que un sacerdote,
llamado Pedro de Praga, de buenas virtudes y de vida intachable, estaba sin
embargo vacilante en su Fe católica y dudaba sobre la Presencia física de Jesús en la Eucaristía –real, substancial
y verdadera, como lo enseña la Iglesia-, a causa de las corrientes heréticas
que en ese tiempo se difundían en el seno de la Iglesia Católica. Para
fortalecer su fe, decidió emprender un peregrinaje desde Alemania a la Santa
Sede para orar por esta intención, frente a las tumbas de San Pedro y San Pablo.
En
su viaje el sacerdote llegó a Bolsena y decidió alojarse allí, en donde le
pidieron que celebrara una misa, ya debido a la persecución religiosa en dicho
lugar eran escasos los sacerdotes. Pedro de Praga accedió y pidió hacerlo en la
capilla de Santa Cristina, una niña mártir de los primeros tiempos de la
Iglesia. Al amanecer fue a la capilla para celebrar la santa misa. Al llegar al
momento de la consagración nuevamente dudó, porque rechazó la luz de la gracia
y se dejó llevar por su sola razón, como lo había hecho otras veces, aunque
esta vez tuvo como respuesta un hecho sobrenatural: cuando pronunció las
palabras de la consagración “Esto es mi cuerpo”, que produce el milagro de la
transubstanciación, es decir, la conversión del pan y el vino en el Cuerpo y la
Sangre de Jesús, y en el momento en que elevaba Hostia consagrada sobre su
cabeza, el pan sin levadura se convirtió en músculo cardíaco vivo, que como
estaba vivo, empezó a sangrar profusamente, cayendo la sangre sobre el corporal,
mientras que el vino contenido en el cáliz se convertía en sangre. La parte de
la Hostia consagrada que tocaba sus dedos, permaneció con apariencia de pan,
mientras que el resto se convertía en músculo cardíaco sangrante y vivo. Esto
quiere decir que lo que la Iglesia enseña en el Catecismo de Primera Comunión
es verdad: mientras a los ojos del cuerpo la Eucaristía parece ser pan, igual
que antes de la consagración, a los ojos del alma iluminados por la luz de Fe,
sin embargo, ya no hay más pan, sino el Cuerpo de Cristo –es la parte de la
Hostia consagrada que se convirtió en músculo cardíaco-, y en el vino, ya no
hay más substancia de vino, sino la Sangre de Cristo –es la parte de la Hostia
consagrada que se convirtió en músculo cardíaco y sangre-. Cuando el sacerdote
eleva la Hostia consagrada, luego de las palabras de la consagración, está
elevando el Corazón de Jesucristo, que late en la Eucaristía, vivo y glorioso,
aunque a los ojos del cuerpo la Hostia consagrada tenga apariencia de pan.
Asombrado
y maravillado por el prodigio que acababa de observar con sus propios ojos, Pedro
de Praga envolvió la hostia en el corporal, lo dobló y lo dejó en el altar sin darse
cuenta que algunas gotas de sangre habían caído en el piso de mármol, enfrente
del altar.
Inmediatamente,
el padre Pedro fue a contar lo que le había sucedido al Papa Urbano IV, en ese
tiempo residente en Orvieto, a poca distancia de Bolsena. El Papa a su vez, envió
a un obispo al lugar para que hablara con el sacerdote de la Iglesia y poder
verificar lo que el padre Pedro le había dicho y para traer a Orvieto la Hostia
Sagrada y el corporal. Cuando el Papa Urbano vio aquel milagro eucarístico, se
arrodilló ante el prodigio, que confirmaba con celestial sabiduría, todo lo que
la Iglesia enseña acerca de la Eucaristía. En el balcón del palacio papal lo
elevó reverentemente y se lo mostró a las personas de la ciudad, proclamando
que el Señor realmente había visitado su pueblo y declaró que el milagro
eucarístico de Bolsena realmente había disipado las herejías que habían estado
extendiendo por toda Europa. En la catacumba de Santa Cristina se conserva la
hostia convertida en carne, mientras que en Orvieto se conserva el corporal
sobre el que se derramó la sangre emanada. También el mármol, piedra dura y
fría que recibió la sangre, se conserva, con la mancha de sangre en él
impregnada[2].
Fue
a causa de este Milagro de Bolsena que se originó la Solemnidad de Corpus
Christi, y aunque es uno de los milagros más extraordinarios jamás ocurridos en
la Iglesia, no necesitamos que se vuelva a repetir, ya que basta con que haya
sucedido una vez, para creer firmemente lo que la Santa Madre Iglesia nos
enseña sobre la Eucaristía: que por la transubstanciación, las substancias del
pan y del vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, lo que
equivale a decir que en la Eucaristía está Nuestro Señor Jesucristo de forma
real, verdadera y substancial, glorioso y resucitado, tal como está en los
cielos, solo que aquí, en la tierra, está oculto bajo apariencia de pan. Adorar
la Eucaristía es adorar al Cordero de Dios, ya desde la tierra, como anticipo
de la adoración eterna que por su misericordia esperamos tributarle por la
eternidad.
Por
último, así como el mármol quedó impregnado con la sangre del milagro, así
nuestros corazones, fríos y duros como el mármol, quedan impregnados y sellados
con la Sangre del Cordero que se derrama sobre ellos con la Comunión
Eucarística, pero a diferencia del mármol, que continúa siendo duro y frío aun
después de que la sangre cayera sobre él, nuestros corazones, si están en
gracia y llenos de fe y de amor hacia Jesús Eucaristía, se fusionan, como si
fueran uno solo, con el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús. No recibamos, por
lo tanto, de forma indiferente, mecánica y fría a la Eucaristía, sino con un
corazón en gracia, lleno de piedad, de amor y de fe, para que nuestros corazones,
fundidos en la Eucaristía, sean uno solo con el Sagrado Corazón Eucarístico de
Jesús.
[1] Como antecedente
del milagro de Bolsena-Orvietto, sucedió que hacia el siglo XIII, una
religiosa, la hermana Juliana de Liege experimentó en varias ocasiones la
visión de la luna con una línea negra. En una de esas tantas experiencias,
sintió la voz de Jesús que le decía que la luna representaba al año litúrgico
con todas sus fiestas, pero que esa línea negra indicaba la ausencia de una
fiesta que honra a la Eucaristía. La hermana Juliana –hoy beata- hablaba de
estos hechos con el padre Santiago Pantaleón, quien luego sería el Papa Urbano
IV.
[2] Al año
siguiente, el Papa Urbano IV redactó la
bula papal, Transiturus, la cual fue
publicada el 11 de Agosto de 1264. Con esa bula instituyó la fiesta de Corpus
Christi en honor del Santísimo Sacramento, la Eucaristía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario