“Si
la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no
entrarán en el Reino de los Cielos” (Mt
5, 20-26). Jesús advierte acerca de lo estricta que es la Nueva Ley: “Si la
justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán
en el Reino de los Cielos”. A continuación, da un ejemplo concreto: “Se dijo a
los antepasados: No matarás, y el que mata, debe ser llevado ante el tribunal. Pero
yo les digo que todo aquel que se irrita contra su hermano, merece ser
condenado por un tribunal. Y todo aquel que lo insulta, merece ser castigado
por el Sanedrín. Y el que lo maldice, merece la Gehena de fuego”. Antes,
bastaba con “no matar”, para cumplir la ley; ahora, el simple enojo merece
castigo, y un insulto, el castigo eterno en el infierno. La razón es que, en la
nueva economía de la salvación, la gracia santificante que nos trae Jesús no
solo nos hace participar de la vida divina trinitaria -con lo cual, de hecho,
se excluye cualquier grado de malicia, en cualquier orden y de cualquier magnitud,
incluido hasta la más pequeña que pueda concebirse, puesto que la bondad divina
no lo admite-, sino que hace que el alma se convierta en “templo del Espíritu
Santo” y morada de la Trinidad, puesto que las Tres Divinas Personas van a
inhabitar en el alma en gracia. De ahí que es inconcebible, no ya un cristiano
asesino, sino un cristiano mentiroso, o rencoroso, o maledicente, porque la
gracia hace que el estar en gracia sea equivalente a estar ante la Presencia de
Dios en el cielo. De ahí la necesidad imperiosa de la confesión antes de la
comunión sacramental, pero no solo, sino también el arbitrar los medios para
obtener la reconciliación –si es el caso- con el prójimo con el cual se está
enemistado: “Por lo tanto, si al presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas
de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda ante el altar,
ve a reconciliarte con tu hermano, y sólo entonces vuelve a presentar tu
ofrenda”. Si no obramos de esta manera, no somos dignos del nombre de
cristianos y, mucho menos, de recibir el Cuerpo de Cristo y tampoco estamos en grado de entrar en el Reino de los cielos.
Adorado seas, Jesús, Cordero de Dios, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios oculto en el Santísimo Sacramento del altar. Adorado seas en la eternidad, en el seno de Dios Padre; adorado seas en el tiempo, en el seno de la Virgen Madre; adorado seas, en el tiempo de la Iglesia, en su seno, el altar Eucarístico. Adorado seas, Jesús, en el tiempo y en la eternidad.
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