viernes, 22 de febrero de 2019

Fiesta de la Cátedra de San Pedro



         La festividad de la Cátedra de San Pedro es una ocasión solemne que se remonta al siglo cuarto y con la que se rinde homenaje y se celebra el primado y la autoridad de San Pedro[1]. El Papado es algo característico y propio solo de la Iglesia Católica, siendo Nuestro Señor Jesucristo en Persona quien lo instituyó al nombrar a Simón Pedro como Primer Papa: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. La importancia del Papado radica en estas palabras de Jesús, por las cuales la Iglesia descansa o se fundamenta en el Papado, así como el Papado descansa o se fundamenta en Cristo.
         Es decir, el Papa es el punto central de la Iglesia y le sirve de fundamento sobre el cual se edifica la Iglesia –por las palabras de Cristo: “Tú eres Piedra y sobre esta Piedra edificaré mi Iglesia”-; así, mediante el Papa la Iglesia descansa en el Hombre-Dios y también en el Espíritu Santo, de ahí la importancia de su existencia y de su función. La Iglesia está en este centro así como está en Cristo[2].
Para entender un poco mejor la importancia del Papado en la estructura de la Iglesia -el Papado refleja el ser sobrenatural y misterioso de la Iglesia[3]-, puede servirnos el comparar a la Iglesia, institución sobrenatural creada por Dios, con las instituciones naturales, creadas por el hombre. Es necesario hacer esta comparación, porque por lo general se suele concebir a la Iglesia al modo de las sociedades naturales –incluidas las monárquicas- en las que la concentración del poder no es esencial a las mismas. Muchos de los equívocos con respecto a la Iglesia provienen de este hecho, del equiparar a la Iglesia Católica, fundada por el Hombre-Dios Jesucristo, con instituciones humanas: en estas últimas, el hecho de que el poder sea detentado por una persona no es esencial a las mismas, como sí lo es en la Iglesia Católica, por el Querer Divino.
En las sociedades humanas el monarca –o el presidente, o el que ejerce la función de poder- es la cúspide o vértice de la sociedad pero no su fundamento o condición esencial de la existencia de la misma. En cambio, en la Iglesia, no es así, porque ésta se forma en torno a un punto central sobrenatural que es dado de antemano y ese punto sobrenatural es Cristo y el Espíritu Santo.
Es decir, a diferencia de las sociedades naturales, en las que aquel que está en la cúspide del poder y lo ejerce, no hace a la esencia de esa sociedad, en la Iglesia Católica, el Vicario de Cristo, que está en la cima y en la cúspide, detenta la suma del poder pastoral y es esencial a la constitución de la Iglesia, porque la Iglesia está constituida sobre él, así como él sobre Cristo: “Tú eres Piedra y sobre esta Piedra edificaré mi Iglesia” .
Esto es así porque son Cristo y el Espíritu Santo quienes fundan el Papado y sobre el Papado, la Iglesia. De esta manera, en esta sociedad sobrenatural que es la Iglesia, quienes gobiernan son Cristo y el Espíritu Santo a través de un Vicario, que es el Papa, en quien se acumula la plenitud del poder sacerdotal participado de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote. Este centro que es el Papa -fundado en Cristo y el Espíritu Santo- sirve de fundamento a la Iglesia y sobre este fundamento se edifica a ella misma, descansando, a través del Papado, en Cristo y el Espíritu Santo.
La unidad de la Iglesia no se corona con el Papado –como sí sucede en las sociedades humanas, en las que el monarca o presidente coronan la unidad de la sociedad-, sino que es al revés: la unidad de la Iglesia depende del Papado de un modo esencial, de manera que es verdad la sentencia: “Donde está Pedro, ahí está la Iglesia”. La Iglesia como sociedad está en este centro que es el Papado, así como el Papado está en Cristo; la Iglesia está en Cristo mediante este centro que es el Papado, porque mediante el mismo también Cristo, como Cabeza que rige con su poder pastoral la Iglesia, está en ella. El estar fundada sobre la Piedra que es Pedro, la da a la Iglesia unidad, además de otra característica, que es la infalibilidad.
Es decir, hay otra característica en el Papado, además de la unidad y es la infalibilidad del Papa, que es sobrenatural y es un reflejo del ser íntimo de la Iglesia[4], porque la infalibilidad descansa en el portador del pleno poder pastoral, el Papa        -la plenitud pastoral está depositada en él[5]-, aunque esta infalibilidad tiene un límite y es que el Papa no se aparte de la Verdad Revelada por Cristo, custodiada por la Tradición y enseñada por el Magisterio. Dependiendo de esta unión con la Verdad Revelada, a su vez, el poder pastoral debe ser infalible en lo que se refiere a la reglamentación de la fe y de las costumbres porque de lo contrario, no podría guiar con seguridad a sus súbditos y lo es en realidad, en tanto y en cuanto los portadores –los Papas- lo ejercen en cuanto vicarios de Cristo. El que lo posee en toda su plenitud, el Vicario de Cristo, posee también la infalibilidad.
¿Para qué instituye Cristo el Papado? Porque mediante el Papa quiere unir Cristo en sí mismo a todos los miembros de la Iglesia para que formen una unidad de fe[6] y de amor; es decir, el Papa es el fulcro o punto de unión en el cual confluyen todos los hombres para ser unidos en una misma, sola y auténtica unidad de fe y de amor. A través del Papa se deben unir los creyentes a su Cabeza sobrenatural que es Cristo y así dejarse guiar dócilmente por el Espíritu Santo.
La infalibilidad de Pedro está dada por la asistencia del Espíritu Santo y esto se ve reflejado en la respuesta que da a Jesús –“Tú eres el Mesías de Dios”- y la consiguiente felicitación de Jesús, al decirle que eso “no se lo ha revelado ni la carne ni la sangre” –esto es, los razonamientos humanos- sino su Padre que está en los cielos. Nos unimos en esta fe en Jesucristo como Hijo de Dios encarnado, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía y, parafraseando a Pedro, decimos con él a Jesús Eucaristía: “Jesús Eucaristía, Tú eres el Dios oculto en la apariencia de pan; Tú eres el Hombre-Dios, que prolonga su Encarnación en la Hostia consagrada”.
          



[2] Cfr. Mathias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 584.
[3] Cfr. ibidem, 583.
[4] Cfr. ibidem, 585.
[5] Cfr. ibidem, 583.
[6] Cfr. ibidem, 584.

No hay comentarios:

Publicar un comentario