sábado, 14 de septiembre de 2019

“Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”



(Domingo XXIV -TO - Ciclo C – 2019)

“Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse” (Lc 15, 1-32). Ante la crítica de unos fariseos que murmuran de Jesús por recibir y comer con publicanos y pecadores, Jesús pronuncia tres parábolas en donde la misericordia prevalece sobre la justicia: la parábola de la oveja perdida; la parábola de la dracma perdida y la parábola del hijo pródigo. Las tres tienen en común algo: lo que estaba perdido es encontrado y provoca gran alegría en aquel que lo encuentra. En la perspectiva del Evangelio, lo que estaba perdido es el hombre, significado en la oveja perdida, en la dracma perdida y en el hijo pródigo; pero por el misterio pascual de muerte y resurrección de Jesús, aquello que estaba perdido es encontrado y salvado y ésa es la razón de la alegría.
En las parábolas, hay elementos que significan al hombre perdido, otros a Jesús y otros a la alegría de Dios por reencontrar lo que estaba perdido: el pastor que encuentra la oveja, la mujer que encuentra la dracma y el padre que recupera a su hijo pródigo, representan a Jesús y su misterio pascual de muerte y resurrección, que salva al hombre de su eterna perdición; a su vez, la oveja perdida, la dracma perdida y el hijo pródigo, son figuras del hombre que, caído en el pecado original, se ha alejado de Dios al punto tal de perderse de su vista. Este alejamiento no es un alejamiento físico, sino ontológico: el hombre, por el pecado, se “desprende” de Dios por así decirlo y se auto-destina a la eterna condenación en el infierno. El hecho de ser encontrados –la oveja, la dracma, el hijo pródigo- indican que, en Jesús, nada está perdido para el hombre, porque el hombre es rescatado por la misericordia de Dios. En realidad, Dios debería haber dejado al hombre que se pierda en sus caminos, porque libremente se alejó de Dios y así habría cumplido con la Divina Justicia, sin faltar a la Divina Misericordia; sin embargo, la misericordia en Dios sobrepasa a la justicia y es por eso que Dios en Persona, encarnándose en la Persona del Hijo de Dios, decide acudir al rescate del hombre perdido.
Es por esto que la murmuración de los fariseos de que Jesús recibe a publicanos y come con pecadores no tiene razón de ser, porque Jesús ha venido precisamente a eso: a rescatar a los pecadores, a los hombres que por el pecado estaban alejados de Dios. El hecho de que Jesús coma con los pecadores no indica, ni remotamente, que Jesús esté de acuerdo con sus pecados –con lo cual la murmuración de los fariseos estaría justificada-, sino que indica que la condición de pecadores, por su misterio pascual de muerte y resurrección, es cambiada, por Cristo, en condición de justos, de santificados por la gracia y por lo tanto merecedores del Reino.
“Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”. Cada uno de nosotros somos ese pecador que necesita de la conversión, para que haya alegría en el cielo. No somos justos, sino pecadores que necesitan de la gracia de Dios para dejar de ser pecadores y comenzar a ser justos. En cada Misa, en cada Banquete Eucarístico, Jesús nos invita a comer con Él, o mejor, a comer de Él, de su substancia, en cada comunión eucarística, y eso es un indicio de que Él, el Justo, viene, por su misericordia, a buscarnos a nosotros, pecadores, para llevarnos a la alegría del cielo.


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