lunes, 23 de septiembre de 2019

“Un hombre rico murió y fue al Infierno (…) un hombre pobre murió y fue llevado al seno de Abraham”



(Domingo XXVI - TO - Ciclo C – 2019)

          “Un hombre rico murió y fue al Infierno (…) un hombre pobre murió y fue llevado al seno de Abraham” (Lc16,19-31). Una lectura superficial, naturalista o materialista de este Evangelio, puede llevar a conclusiones erróneas: puede hacer pensar que el hombre se condena en el Infierno a causa de sus riquezas, al tiempo que puede hacer pensar que el hombre pobre se salva por ser pobre. No hay nada más alejado de la realidad: ni el rico se condena por ser rico, ni el pobre se salva por ser pobre. Las causas de la condenación y de la salvación son de otro orden. Ante todo, hay que considerar que el rico se condena no porque sea rico, sino porque hace un uso egoísta de su riqueza, sin importarle las necesidades que está pasando su prójimo Lázaro, quien a su vez no se encuentra en un país lejano, sino a las puertas de su casa, de manera que no había forma que el rico no supiese que Lázaro estaba pasando necesidades. Ésta es entonces la causa de la condenación del rico: que usó sus bienes –tanto materiales como espirituales, porque podría por ejemplo haberle brindado su amistad al pobre, es decir, podría haberle dado el bien espiritual de la amistad- en provecho propio, de forma egoísta, sin hacer caso a las necesidades de su prójimo. Si no entendemos esta parte de la parábola en este sentido, se cae en el reduccionismo materialista, naturalista y progresista, propio de la marxista Teología de la Liberación, según la cual los ricos son malos porque son ricos y los pobres son buenos por ser pobres, instaurando una dialéctica destructiva de clases que enfrenta a muerte a ricos y a pobres y desconoce la condición de pecador innato del hombre a causa del pecado original. Un hombre rico puede salvarse siendo rico, si tiene un corazón en gracia y si sabe compartir de sus riquezas para con los más necesitados; un hombre pobre puede condenarse siendo pobre, si su corazón no está en gracia y si tiene un alma innoble y llena de soberbia y de avaricia. Lo que conduce al Infierno es la falta de gracia y el pecado de orgullo y avaricia y no la mera posesión de bienes materiales, así como lo que conduce al Reino de los cielos es la presencia de la gracia en el alma y la posesión de virtudes como la caridad y la humildad y no la mera ausencia de bienes materiales. No se puede entrar en el Reino de los cielos con pobreza material y con pecado en el corazón.
          Entonces, Lázaro, el pobre, no se salva por ser pobre, sino porque sobrelleva las desgracias que le sobrevienen en su vida –está solo, en la pobreza, está enfermo- con paciencia y con humildad, sin quejarse de su mala fortuna ante Dios y aceptando todo lo malo que le sucede como expiación por sus pecados y por la salvación de su alma.
“Un hombre rico murió y fue al Infierno (…) un hombre pobre murió y fue llevado al seno de Abraham”. Otro elemento a considerar en la parábola es la existencia real y verdadera de un Infierno que es eterno y del cual jamás se puede salir, porque es el lugar adonde va el rico egoísta. Esto es para quienes niegan los aspectos sobrenaturales del cristianismo, dentro de ellos, la existencia de un Infierno que es real, es verdadero y dura para siempre y que en este lugar no se cae en forma desprevenida, sino que son nuestras malas acciones las que nos conducen libre y voluntariamente a él. Si queremos evitar este Infierno; si queremos salvar nuestras almas, entonces hagamos un buen uso de nuestros bienes materiales y espirituales, obrando la misericordia corporal y espiritual con los prójimos más necesitados.

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